I
Saberse el pensamiento de alguien más
es reconocer la responsabilidad del propio.
Tocar el timbre
dentro y afuera,
sin echarse a correr,
dar la cara a quien abra.
El turno de cada uno
en el crucigrama de las relaciones;
y de pronto
se rompe la burbuja del día
y descubrimos al caos agazapado
debajo de la mesa:
el dolor inmemorial se desnuda
y la presencia
del grito en la piedra,
a orillas de la carretera
signa el derrumbe contenido
que cargamos;
unos centímetros de segundos
tan solo
la advertencia y la tragedia.
II
Es un estruendo
lo que entendemos como la vida;
este pasaje
que pretendemos comprender;
el esfuerzo inmemorial,
por darle sentido a la experiencia;
una herencia rica
en sugerencias
para discernir la realidad:
la duda verdadera
que no se permite el cinismo,
ni el nihilismo,
ni etcéteras.
La duda,
la daga de la razón,
que rasga la piel de la imaginación
y devela una vez más
el territorio donde enmudecemos.
III
Cómo ir más rápido que rápido,
solía decir Juan,
el maestro Venusiano
de las calles de Tijuana,
(cuyo hermano escribió la biografía
del conquistador de México Tenochtitlán)
mientras caminaba por la Av. Revolución y
en Woolworth se acicalaba con sus amigos
y repartía con el spray de lociones
los efluvios parisinos en sus rostros.
Cómo atajar la velocidad
que altera lo estados de la mente
y encarece el costo de su aduana interior.
Ir más rápido que rápido,
afirmaba ese poeta sin hogar
evocando los petroglifos
en la caverna del alma individual,
ajenos al grafiti de las ciudades.
IV
Cómo no perder la cordura,
ese sentido común,
cada vez más próximo
a la nostalgia.
Cómo distinguir
la intervención de la imposición;
la teoría del arte, de la sociología política.
Cómo descubrir
la maleabilidad del espacio social
que permita sobrevivir sin tanta violencia,
ajustada a su ígnea naturaleza,
al sostener y retornar la sacralidad
de la Visión que habitamos.
V
Ejercer la libertad comprensiva,
que reconoce
el espejo de uno en el prójimo;
y en la otra dimensión,
de proporción mayúscula,
casi desbocada,
a no ser por su enunciación:
la de los planetas en su danza,
que siempre han estado en el foco
de los pueblos y sus creencias
de dioses que heredamos:
desde el Punjab
y sus ríos del Himalaya
a las gotas de arcilla
en Chicxulub,
y sus cuevas de agua,
los cenotes,
la cicatriz del cráter;
el cero del infinito
que la selva pierde,
como su respiración,
por unas cuantas monedas;
aves y jaguares disecados
en la algarabía de las imágenes
congeladas del robótico turista
imantado.
VI
Esa geografía del cosmos,
las fotografías que desplazan,
a la deidad humanamente esculpida;
los planetas sin nombres
ya con números, fórmulas y letras;
incalculables en sus dimensiones.
Cada vez más cerca de ellos,
cada vez más lejos de nosotros.
VII
Lo que va delante
ya está atrás,
y el presente lo detiene.
La memoria y la intuición son
las danzantes de esta escenografía
que se renueva una y otra vez.
El rostro humano de la divinidad
desaparece,
perdemos sus reinos:
el de la misma tierra
bajo nuestros pies.
VIII
Inmensa tarea
retomar el rumbo
de la tertulia por descifrar
que lleva cada quien
en su credo:
la bendición
del cuerpo de luz,
el enigma milenario
entre el arte
y la ciencia;
su palpitar de conocimiento.
IX
Retornar a la conciencia,
su primigenia mirada;
reconocer esa atemporalidad
que permite el presente,
su ritmo
sus pulsaciones.
X
El asombro y extrañeza
de ser uno;
cada uno en la multitud;
esa amalgama humana
fracturada de vez en vez;
al transcurrir
entre el día y la noche,
su juego de luces
y sombras.
XI
La paciencia milenaria de la fe
en las manos y los labios,
los párpados cerrados,
al escuchar el aliento;
ese saberse huéspedes
de sí mismos;
el registro de la frente
en el piso.