En México, los titulares del Poder Ejecutivo parecen haber odiado siempre al Legislativo. Iturbide de plano cerró el primer Congreso independiente, después de intimidarlo para que lo proclamaran Emperador. Guadalupe Victoria se entendió más o menos con las legislaturas que le correspondieron, pero Vicente Guerrero forzó al Congreso a proclamarlo Presidente después de clamar fraude electoral e incitar un motín popular. Pocos meses después, ese mismo Congreso lo declaró incapacitado para ejercer el poder.
La Constitución de 1836, la conocida como la de las siete leyes, intentó crear un órgano mediador, el Supremo Poder Conservador, una suerte de tribunal constitucional embrionario, con mala fama en la historia oficial, pero muy interesante como intento de diseño institucional para atenuar el principal defecto del régimen presidencial: el conflicto recurrente entre ejecutivo y legislativo, que suele acabar en predominio autoritario o en ingobernabilidad cíclica.
A lo largo de la historia mexicana, el conflicto se ha resuelto, las más de las veces, con el sometimiento del legislativo a los designios del Presidente en turno. Los atisbos de independencia han sido efímeros y al final de la historia el ejecutivo ha acabado imponiendo el control sobre el legislativo.
Juárez odiaba al Congreso. Sabía que si este operase de acuerdo con el diseño constitucional simplemente no lo dejaría gobernar. Así que, desde su regreso a la Presidencia real, en 1867, buscó formas de disciplinar a los diputados. Su estrategia fue rodearse de diputados dóciles, que le concedieron una y otra vez facultades extraordinarias, sobre todo en materia de hacienda. Lo logró gracias a que convirtió al reconocimiento oficial de los resultados en la clave para la distribución de la representación, la primera etapa de la institucionalización del fraude electoral como mecanismo de predominio presidencial sobre el Congreso.
El sistema de candidaturas oficiales, contra las que era inútil competir, fue el instrumento de Porfirio Díaz para lograr un Congreso disciplinado en el que estaban razonablemente representadas las elites locales y, por supuesto, la tecnocracia positivista, pero que aceptaban de manera indiscutible el arbitraje del caudillo respecto a cualquier conflicto. Así hubo durante el porfiriato legislaturas dóciles, aunque no por ello menos preocupadas por legislar, por construir un orden normativo formal, aunque fuera como marco para la negociación de la desobediencia de las mismas leyes que impulsaban.
Madero liberó al Congreso y el encontronazo no se hizo esperar. El Congreso legitimó el golpe, pero pagó con su clausura. El general oportunista que se había hecho con el poder en el mar revuelto por otros, a los que también traicionó, se enfrentó al Congreso con tal violencia que incluso ordenó el asesinato del diputado Serapio Rendón, de Yucatán, y el senador Belisario Domínguez, de Chiapas.
No hubo Congreso hasta el Constituyente de 1916. Pero ya en los tiempos de la nueva Constitución, con un ejecutivo de diseño reforzado, la falta de acuerdo entre el Ejecutivo y el Legislativo dificultaba la gobernación. En los primeros meses de la Presidencia de Álvaro Obregón el desacuerdo entre la Cámara de Diputados y el Presidente en materia fiscal llevó a que Obregón echara a andar una operación para liquidar al Partido Liberal Constitucionalista y arrebatarle la mayoría legislativa.
Hubo sobornos y desafueros. Se formó una nueva coalición leal al Presidente entre el Partido Nacional Agrarista, heredero del zapatismo, y el Partido Cooperatista, el cual después se disolvería en la vorágine de la siguiente rebelión. A partir de entonces, la disciplina de los diputados se comenzó a comprar con la generosidad del “riego”, dinero repartido por el líder de la mayoría de manera discrecional para premiar la lealtad al Presidente.
Con el nacimiento del Partido Nacional Revolucionario en 1929 comenzaron a cambiar las reglas. Calles asumió el papel de árbitro de los conflictos electorales –todos los relevantes se daban en los procesos internos del partido, los llamados “plebiscitos”, una suerte de primarias donde se dirimía realmente el poder y que solían ser montajes de movilización clientelista y manipulación local de los resultados. Al final el “jefe máximo” decidía quién sería el candidato oficial para unas elecciones constitucionales irrelevantes.
Pero Cárdenas fue el artífice del primer gran ejercicio de ingeniería institucional para establecer reglas del juego formales que garantizaran la disciplina de los legisladores al partido y, después, al Presidente de la República. La no reelección inmediata de legisladores dejó sus carreras en manos del aparato central del Partido y del Presidente de la República, en tanto que líder nato de la organización. Como los diputados no se podían reelegir, para seguir con empleo y en el juego de la política tenían que congraciarse con la dirección del Partido, que dependía directamente del Presidente de la República. De ahí la unanimidad legislativa de la época clásica del PRI: un juego de las sillas en el que solo volvían a jugar los leales y disciplinados.
La democratización en México ha sido, sobre todo, la liberación del Legislativo del control del Ejecutivo. Desde 1997, cuando el PRI perdió la mayoría de la Cámara, la deliberación parlamentaria recuperó relevancia. De cualquier manera, los Presidentes mostraron una y otra vez su odio al Congreso e hicieron lo posible por someterlo. La época más grotesca de los tiempos del régimen de la transición fue la de los moches para sobornar a los diputados y lograr la aprobación del presupuesto de los tiempos de Calderón, operados por Agustín Carstens. Casualmente, la práctica es conocida en los Estados Unidos como pork barrel.
Mal que bien, a regañadientes si se quiere, los Presidentes de la era democrática respetaron al Congreso y aceptaron los reveses, aunque la verdad es que la mayoría de las iniciativas presidenciales fue aprobada y los presupuestos no se paralizaron. Los dos poderes estaban aprendiendo a convivir y a hacer política.
Pero llegó la mayoría absoluta de Morena y su casi absoluto control de Congreso y con ello la vuelta a los tiempos de la sumisión abyecta al Presidente de la República. López Obrador desprecia al Congreso y, como casi todos sus antecesores, detesta la posibilidad de que no le sea leal hasta la ignominia. Gracias a la mayoría holgada, obtenida en la primera legislatura del sexenio de manera truculenta, pero sostenida después de las elecciones de 2021, López Obrador ha impuesto la doctrina legislativa de “ni una coma” y sus legisladores lacayunos la han adoptado con fervor.
Pero el sainete del final del reciente período de sesiones ha alcanzado un grado que recuerda al aplastamiento de la oposición en el Parlamento italiano al principio del régimen fascista. Lo que vimos en los últimos días de abril en la dos Cámaras ya tiene visos de golpismo desenmascarado, de imposición a toda costa de la voluntad del líder inmarcesible.
Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.