Hay palabras que, cuando se pronuncian, desatan tormentas. Depende, claro, de quién las pronuncie, y para qué. En la política mexicana hay, por lo menos, dos términos imposibles de usar sin remover temores: uno de ellos es reelección. La otra es expropiación. Tal vez haya más y no me atrevo a mencionarlos.
La verdad es que en México la reelección es posible y legal, y desde la reforma política del 2014 se pueden reelegir senadores, diputados federales, presidentes municipales, alcaldes, regidores y síndicos, y diputados locales. Eso sí, la reelección tiene sus límites y no contempla a gobernadores ni, mucho menos, al Ejecutivo federal. En los niveles locales y en el legislativo, la reelección se ha podido reelaborar como la garantía de un principio democrático que, incluso, incentiva el desmepeño eficaz del encargo a la luz de la posibilidad de ejercerlo nuevamente. Pero cuando se piensa en su aplicación en el ámbito presidencial, el principio manso de la reelección se convierte en un perro temible que proyecta sobre el país la sombra misma de Santa Anna y Porfirio Díaz, y tiene que ser amarrado, domado y escondido a grado tal que no se debe ni pronunciar su nombre.
La otra palabra es expropiación. Su mala fama es más reciente, porque en la primaria uno iba a la papelería y pedía una lámina de la Expropiación Petrolera y ahí figuraban a colores en primerísimo plano la imagen de Lázaro Cárdenas, las de los obreros de Pemex, la de la industria petroquímica y pozos petroleros bajo un cielo azul. En la escuela nos hablaban con orgullo de la fecha, había honores a la bandera especiales ese lunes y el mero 18 nos quedábamos en casa a descansar. Así de importante era la expropiación petrolera, tal vez el acto de soberanía más relevante del siglo pasado, y el término nos llenaba de orgullo patriótico y jamás de miedo.
Pero llegó, después de eso, la ideología neoliberal, el culto al individuo y la propiedad privada y las expropiaciones se volvieron anatema. Miguel Carbonell, investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, y uno de los juristas de cabecera de los ideólogos (neo)liberales, representa bien esta postura en una entrevista con Jaime Sánchez Susarrey en noviembre de 2018. Ahí le dice Carbonell a Sánchez: “La constitución mexicana, la lógica del propio desarrollo que requiere México, se basa en la propiedad privada. La propiedad privada es un principio sagrado para el desarrollo económico. ¿Quién de las personas que nos está viendo, Jaime, quisiera que le quitaran su casa, que le quitaran su carro, que el gobierno dijera «señora, fíjese que usted no sabe administrar su casa, hombre, está usted muy endeudada, mire, nosotros, desde la burocracia, se la vamos a administrar»”.
La explicación de Carbonell es una muestra ejemplar de cómo se ha tratado de presentar la expropiación a la gente común: como un acto autoritario y caprichoso mediante el cual un gobierno despoja a los ciudadanos de sus bienes personales. Visto así, la expropiación es un acto temible y amenazante. Pero bien sabe el jurista que esto no es verdad.
En México, la expropiación se contempla en la Constitución. Y por cierto, esa interpretación que hace Carbonell de que la Constitución Mexicana “se basa en la propiedad privada” es más la expresión de un deseo que la realidad. El Artículo 27 constitucional establece que la propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro del territorio nacional corresponden originariamente a la Nación. De esa propiedad nacional derivan tanto la propiedad pública como la propiedad privada, que es el derecho de la Nación de transmitir el dominio de esa propiedad a los particulares. Así dice el artículo 27: “La Nación tendrá en todo momento el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte la propiedad pública”. Y también señala que “Las expropiaciones sólo podrán hacerse por causa de utilidad pública y mediante indemnización”. Es decir, la propia Constitución contempla la posibilidad de la expropiación y la distingue de la confiscación, que por estas mismas letras, quedaría prohibida.
Precisamente porque la expropiación es un acto de autoridad que podría prestarse a abusos, en 1936 se publicó la ley la que la reglamenta, y que contempla el procedimiento para tres figuras: la expropiación, la ocupación temporal y la limitación de dominio. En pocas palabras, el gobierno no puede despojar a un particular de su propiedad si no hay, primero, una declaración que demuestre, mediante dictámenes técnicos, que dicha propiedad es de utilidad pública y, segundo, si no hay una una indemnización. El fantasma que cierne Carbonell -y con él muchos otros analistas y defensores a ultranza de la propiedad privada- al presentar la expropiación como la posibilidad de que el gobierno te arrebate arbitrariamente cualquier pieza de patrimonio es nada más que eso: una figura legalmente inexistente.
No es raro que a AMLO se le considere repetidamente como la encarnación de estos dos temores: cuando no dicen que se quiere reelegir, le endilgan la voluntad irrefrenable de expropiar. Esta semana, sus detractores encontraron la mejor excusa para acusarlo de esto último. El 19 de mayo se publicó un decreto en el Diario Oficial de la Federación que, con base en un montón de preceptos jurídicos (entre ellos el mencionado artículo 27 constitucional y varios de la Ley de Expropiación y la Ley del Servicio Ferroviario) declara de utilidad pública “la conservación y prestación del servicio público de transporte ferroviario, su uso, aprovechamiento, operación, explotación y demás mejoras” de los tramos de tres líneas ferroviarias, que desde 1998 estaban concesionados a la empresa Ferrosur, S.A. de C.V, propiedad de Grupo México, el conglomerado empresarial de Germán Larrea.
El decreto ordena también la ocupación temporal inmediata de dichos tramos a favor de Ferrocarril del Istmo de Tehuantepec, S.A. de C.V, una entidad paraestatal coordinada por la Secretaría de Marina. En tercer lugar, el decreto ordena el pago de la indemnización correspondiente en los términos que marca la ley.
Como se puede ver, el decreto no ordena una expropiación, sino una “ocupación temporal”, que es una de las figuras que se regulan en la Ley de Expropiación. Sin embargo, a varios analistas y columnistas les gusta hablar de expropiación con todas sus letras, evocando la mala fama de la palabra, porque así pareciera cumplirse esa profecía que por tantos años han vaticinado: que el gobierno de López Obrador es un gobierno autoritario y comunista que actúa a capricho y en contra de los intereses de los privados.
Lo que hacen los comentaristas, para usar un tecnicismo muy socorrido por mi abuela, es “espantar con el petate del muerto”. Se abusa de las connotaciones negativas de la palabra, que ellos mismos se han dedicado a esparcir, y con ello concitan un extraño cierre de filas entre ciudadanos comunes -especialmente los que, desde la izquierda o la derecha se oponen al presidente- y el segundo magnate más rico de México, con la argucia de que “si se lo hacen a él, se lo harán a cualquiera”.
Ahí está, entonces, Lilly Téllez espetando, desde la más cabal ignorancia, que “expropiar es robar y así comenzó Venezuela”, o esa organización llamada “Sociedad Civil México”, brazo ciudadano de la alianza partidista opositora, diciendo que “Las acciones de AMLO … representan una grave amenaza para … el estado de derecho y la propiedad privada”. Así, la clase que se autopercibe como media e ilustrada ya se imagina perdiendo sus yates, sus mansiones o, a falta de ellos, su coche emplacado en Morelos, o los muebles de su departamento en renta, porque si los sectores aspiracionistas tienen algo en común con los oligarcas no son las propiedades, sino el miedo a perderlas.
En suma, lo que decretó el presidente el 19 de mayo no fue una expropiación, sino una ocupación temporal, previa declaración -sustentada en dictámenes- de la utilidad pública de tres vías ferroviarias concesionadas a una empresa privada y la orden del respectivo pago por indemnización. Se trata de un acto legal, institucional y pacífico, y lo mismo sería si, en lugar de una ocupación temporal, se hubiera decretado una expropiación. La fantasía de que en este país prima la propiedad privada sobre el interés público, ni está sustentada en la ley, ni es lo conveniente desde el punto de vista colectivo. Pero para perderle el miedo a las palabras, hay que revelar los engaños en los que esos miedos se sustentan.
Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
Doctora en lingüística por la Universidad de Nueva York y profesora-investigadora en El Colegio de México. Se especializa en el estudio del significado en lenguas naturales como el español y el purépecha. Además de su investigación académica, ha publicado en diversos medios textos de divulgación y de opinión sobre lenguaje, ideología y política.