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El planeta que destruimos II

“Ante la contaminación del planeta tenemos la obligación de pensar sobre su condición, contraer compromisos inexcusables que permitan garantizar a todos sus habitantes vivir en mejores condiciones ambientales y detener los destrozos provocados por las acciones humanas”. Foto: AP.

Un planeta y 8 mil millones de seres humanos

La tierra gira sobre sí misma y se mueve alrededor del sol sin detenerse, como en una nave espacial, ocho mil millones de seres humanos navegamos con ella. Técnica y materialmente, cualquier avería en el vehículo pone a sus pasajeros en riesgo. El transporte ésta dividido en 195 compartimientos o países delimitados por fronteras con características, cualidades y diferencias que, en ocasiones, no les permite ponerse de acuerdo y se dañan entre sí; la mayor exposición de los ocupantes de la máquina es que no pueden bajarse cuando lo deseen; en consecuencia, si sucediera una avería y corrieran el riesgo de perecer, su salvación sólo sería posible a condición de solidarizarse, cooperar y ponerse de acuerdo para resolver el problema. Uso una metáfora porque a veces estas son más ilustrativas que la explicación llana y simple de la realidad.

Ante la contaminación del planeta tenemos la obligación de pensar sobre su condición, contraer compromisos inexcusables que permitan garantizar a todos sus habitantes vivir en mejores condiciones ambientales y detener los destrozos provocados por las acciones humanas. Ahora bien, para alcanzar una coincidencia de puntos de vista es obligado superar nuestras diferencias y derruir los muros que nos separan. Las fronteras nos alejan y desarticulan no unen; el comportamiento egoísta construye murallas, la desigualdad genera odios y resentimientos, además de ahondar las diferencias, pues, dañan y son poco útiles. Lo que subyace en nuestras actuales relaciones hacen de la esperanza, e incluso de la seguridad, signos de impotencia.

Cada individuo defiende su interés privado, cada país su integridad, cada sociedad los adelantos logrados, las ganancias obtenidas, las conquistas consumadas y el poder acumulado, en ocasiones a costa del vecino y del lejano; los poderosos dominan a los débiles y estos buscan su liberación y elevarse hasta los niveles de vida de aquellos. Lo anterior ha generado un primer grupo de naciones dominantes, altamente desarrolladas que se han beneficiado por siglos con la conquista de continentes enteros, a los que han saqueado, gracias a su superioridad técnica; en los últimos cincuenta años, el neoliberalismo y la globalización de los mercados condenaron a la pobreza a más del 99 por ciento de los habitantes del globo (condición que en algunos países es miseria) y lo hacen sin el menor sentimiento de culpa, por el contrario, se envanecen de sus logros; tampoco escatiman medios ni recursos de todo tipo, incluyendo el de la fuerza, para proteger esas ventajas. A su vez, el grupo sometido, los vencidos y condenados de la tierra reclaman el derecho a reivindicar las humillaciones padecidas: exterminios, colonización, esclavitud, sometimiento, explotación y pérdida de sus riquezas naturales.

El escritor alemán G. Lessing dijo que “las verdades causales de la historia nunca llegan a ser pruebas de verdades de razón necesarias”, de ahí, pues, que las relaciones de violencia en que Occidente basó su conquista del mundo no tengan en este momento justificación, pese a que hace esfuerzos para hacerlas parecer éticas: civilizó a los “bárbaros”, les enseñó la doctrina cristiana y sus costumbres y ha sabido convencer a sus víctimas de que les deben algo, cuando el único adeudo es haber sobrevivido; ahora, sus hijos, con enorme coraje reclaman justicia y vindicación de sus derechos por los perjuicios padecidos. Sin embargo, los países del llamado primer mundo que invadieron y colonizaron durante 500 años a esos pueblos indefensos no asumen su responsabilidad y callan cínicamente, otros mueren de miedo ante el resentimiento, coraje, reclamos y movilización de sus damnificados, pues muchos de ellos dejan su lugar de origen para dirigirse a las antiguas metrópolis en busca de asilo o reivindicación, donde los reprimen, reciben ataques físicos violentos, los etiquetan de gente indeseable, indigna, violadores, criminales, traficantes o francamente malos, además, como afirmaba Trump, “vienen de países de mierda y no de Noruega”.

El miedo, al que hemos hecho referencia, es uno de los factores que obstaculizan cualquier acuerdo que involucre a todos los países y habitantes del planeta en la solución de un asunto tan grave como la supervivencia de la raza humana y el derecho que tenemos de vivir una vida mejor. Los ricos no quieren perder sus privilegios, los necesitados no quieren negarse la posibilidad de alcanzar esas ventajas. Sumemos a lo anterior las fricciones y la hostilidad de Occidente hacia países como China, Rusia y naciones emergentes como Sudáfrica, Brasil, México y otras en vías de desarrollo o de alta pobreza que hacen imposible gestionar en forma pacífica y sin ventajas el consenso necesario para acordar medidas de fondo que detengan la destrucción del planeta y el “suicidio del género humano”.

Los daños provocados por la “promesa de progreso” de la Revolución Industrial, y que el capitalismo en su fase neoliberal busca ahora desesperadamente resarcir para detener el desastre anunciado, sólo puede pararse desembarazándose de la industrialización a la cual debe su propio poder. Es un reto prácticamente imposible de superar por los antecedentes del problema.

Federico Engels en su libro “La situación de la clase obrera en Inglaterra” describe lo que fue el primer periodo de la industrialización británica y los efectos negativos que el daño ambiental produjo en pueblos y regiones enteras que se tornaron inhabitables. Los lugares de trabajo eran peligrosos para la vida humana, había un ruido infernal, el aire que la gente respiraba estaba contaminado con gases explosivos, venenos cancerígenos y partículas altamente contaminadas con bacterias. En el proceso de trabajo se utilizaban materiales tóxicos, la dieta era infame, se carecía de agua potable y las medidas de seguridad no existían; en tanto la burguesía disfrutaba de costosos lujos y se esmeraba sólo en obtener mayores ingresos desligándose de toda responsabilidad; cualquier reforma o modificación de este estado de cosas tendría que venir “de arriba”, es decir, del Estado y con cargo al erario público.

Las autoridades inglesas tuvieron acceso a los informes que documentaron los inspectores del trabajo sobre las condiciones laborales infames y ambientales en que vivían los obreros; sin embargo, las leyes relativas al asunto nunca fueron aprobadas; su elaboración se dejó en manos de “especialistas” y las leyes, que los legisladores llegaron a aprobar, eran argumentos retóricos que ocultaban las necesidades reales de los proletarios y sus familias, así como las obligaciones concretas de los patrones.

Llegado a este punto, es el momento de hacer un recuento y exposición de los eventos ecológicos más amenazantes del momento: explosión demográfica, contaminación del aire por la alta generación de gases de invernadero debido a la quema de combustibles fósiles, principalmente los deshechos de carbón como los mayores productores de dióxido de carbono, la presencia en la atmósfera de dióxido de azufre, óxido de nitrógeno y otros, la contaminación de las aguas por residuos de minería, arsénico, deshechos industriales, cadmio, mercurio, etc., alteración de los suelos por plaguicidas, herbicidas, baterías de plomo acido, deshechos de mercurio, etc., de los mares por plomo cromo, bacterias, virus, parásitos, fármacos, plásticos, deshechos fecales, substancias radioactivas; además, basura, pilas y baterías, vertidos tóxicos, plaguicidas, plásticos de un solo uso, microesferas de plástico, cosméticos, toallitas húmedas y otros.

Ante este panorama son obligadas las preguntas siguientes: ¿Cómo trastocar e invertir estos hechos y su tendencia? ¿Qué lo impide? ¿Los burócratas, los científicos, las corporaciones o todos juntos? ¿Quiénes pueden ser los verdaderos agentes y fuerzas del cambio? ¿Cómo enfrentar una problemática tan compleja sin prejuicios ideológicos, sentimentalismos ni intereses, sino con acciones y proyectos convenientes? ¿Puede definirse una vía sin la participación general de los que sufren los daños?

El capitalismo, la ciencia y la tecnología fueron fuerzas civilizadoras en Occidente, innovaron todas las esferas de la vida, no obstante, las dos últimas (la ciencia y las tecnologías) ligadas al dispositivo industrial neoliberal son, ante la emergencia de salvar al planeta, los enemigos. En la actual etapa de desarrollo incontrolable, las sociedades industriales, debido al aumento de la población y, el consecuente crecimiento de la demanda de mercancías y satisfactores, son las principales impulsoras del colapso ecológico, por el uso abusivo de las materias primas utilizadas y el tipo de energía que mantiene la operación del aparato productivo, así como la imposibilidad práctica de reemplazarlos en el corto plazo por otras fuentes no dañinas. Además, todo indica que el calentamiento global ha alcanzado límites críticos que hacen imposible la pronta recuperación del planeta, pues se han violado las leyes de la termodinámica (Kelvin, Clausius y Nernst), cuyos principios establecen que existe un límite de calor en todos los procesos de conversión de la energía que no pueden cruzarse sin destruir el equilibrio de un sistema. Esta frontera es la que no debimos traspasar nunca. (Continuará).

Melvin Cantarell Gamboa

Nació en Campeche, Campeche, en 1940. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es excatedrático universitario (Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Sinaloa). También es autor de dos textos sobre Ética. Es exdirector de Programas de Radio y TV. Actualmente radica en Mazatlán, Sinaloa.

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