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La perversidad central de la contrarreforma electoral

“De ahí que la manifestación del domingo pasado, con sus réplicas por todo el país y entre las comunidades de mexicanos que vivimos en el extranjero, haya sido auspiciosa”. Foto: Cuartoscuro.

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha sido el más reaccionario de los últimos 50 años. Durante esta administración, se han dado numerosas contrarreformas restauradoras del viejo orden patrimonial y clientelista característico del Estado mexicano, a pesar de que, desde 1977, con las reformas políticas, México había avanzado hacia un orden social más abierto con libertades de organización y reconocimiento cada vez mayor de los derechos de la gente para evitar abusos por parte de los gobernantes.

Por supuesto que falta aún mucho para que México deje atrás el sistema de privilegios propio de los órdenes estatales tradicionales y alcance el estadio de los países que generan condiciones para la prosperidad económica y la inclusión social generalizada, pero paso a paso, de manera zigzagueante, parecía que el país se acercaba a dar el salto final que lo sacara de su atraso secular. Empero, en este gobierno han ocurrido retrocesos que le van a costar a generaciones de mexicanos, condenados a no contar con un horizonte de mejoría en educación, salud, bienestar y derechos. Al final de este sexenio los mexicanos no serán menos pobres y sí serán menos libres.

De ahí que la manifestación del domingo pasado, con sus réplicas por todo el país y entre las comunidades de mexicanos que vivimos en el extranjero, haya sido auspiciosa. Frente a la retranca gubernamental, existe una sociedad variopinta, diversa en aspiraciones e ideologías, pero que quiere construir un espacio de convivencia pacífico, donde los gobernantes fallidos no se eternicen en el poder y se renueven periódicamente los gobiernos y las legislaturas, de acuerdo a los ánimos cambiantes de la sociedad.

La ciudadanía que se echó a las calles el 26 de febrero para defender al órgano del Estado que finalmente logró, después de casi dos siglos de elecciones manipuladas e inciertas, que los votos se contaran de manera fidedigna y que el tradicional conflicto que a lo largo de la historia patria seguía a los comicios, locales o nacionales, se sosegara. Ya la gran marcha de noviembre había impedido que avanzara el despropósito que quitarle autonomía política al Instituto Nacional Electoral, pero la marrullería presidencial logró asestarle un golpe todavía más demoledor, pues incluso más relevante que la autonomía política es la profesionalización de sus funcionarios, que garantizó durante el último cuarto de siglo contiendas electorales sin los sesgos que las caracterizaron desde la fundación de la república.

La profesionalización del IFE, heredada por su sucesor, el INE, fue un paso muy relevante en la transformación del Estado mexicano, pues extrajo una función clave del sistema de botín característico del orden social de acceso limitado, con su reparto del empleo público entre las redes de lealtad política y las clientelas, por encima de cualquier criterio de eficiencia o capacidad. La unidad del régimen del PRI se basó, en buena medida, en el hecho de que, para obtener un empleo o una prebenda, aunque fuera mal pagada, bastaba con ser leal al partido y pertenecer a la red de reciprocidad de algún capitoste político. Ya dentro, el margen para la apropiación patrimonial de los recursos y el poder era amplio, siempre y cuando no se rompiera con la disciplina o se traicionara al jefe, porque, entonces sí, se aplicaba la ley con rigor.

Como bien dice el investigador del Colmex, Fernando Nieto Morales, o como ha insistido Mario Fócil, funcionario público ejemplar y sabio, la profesionalización de la administración pública es uno de los principales pendientes del Estado mexicano, pero durante este gobierno no solo no se ha avanzado en el tema, sino que se ha retrocedido y se han desmantelado los pocos islotes de profesionalización existentes. Ese es el principal problema de la contrarreforma electoral en curso.

El Presidente de la República ha manifestado su fobia a los órganos constitucionales autónomos desde antes de su toma de posesión, pero, como he escrito en otras ocasiones, estos surgieron precisamente como espacios sustraídos del sistema de botín para dar certeza y capacidad técnica a ámbitos sensibles de la gestión pública. Entre ellos, el IFE fue pionero y modelo para una forma de cambio institucional gradual, que fue extendiéndose a diferentes espacios, sobre todo a aquellos que implicaban arbitrajes despolitizados.

El INE tiene una base profesional grande porque ejerce tareas que, en otras circunstancias, podrían estar a cargo de la administración pública central si esta fuera profesional y no clientelista y politizada. En las democracias consolidadas, con fuertes servicios civiles, nadie cuestiona que el Ministerio del Interior esté a cargo de los comicios, pero este está integrado por funcionarios que no le deben el cargo al ministro en turno y, por lo tanto, no van a seguir sus instrucciones si les pide que manipulen los resultados. En muchos países los maestros se encargan de las casillas, pero estos no son clientela de un sindicato corporativo del que depende su carrera.

De ahí la relevancia del servicio electoral profesional que ahora López Obrador se ha empeñado en desmantelar, para crear estructuras temporales contratadas de manera arbitraria y politizada. Se trata de la reforma más reaccionaria de todas las que ha emprendido y vaya que la contrarreforma educativa fue reaccionaria. No solo es una injusticia laboral, que va a dejar sin empleo a miles de funcionarios bien capacitados y experimentados, sino que es un intento burdo por reconstruir el sistema de botín en el ámbito electoral y dejar la organización de los comicios en manos de los politicastros en competencia por ver quién hace más supercherías, como fue durante el siglo XIX y el XX.

Jorge Javier Romero Vadillo

Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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