Uno de los signos más preocupantes que muestran el estado decadente de la política mexicana es su falta de relevo generacional. Baste ver quiénes son los dirigentes relevantes de los partidos políticos o las personalidades destacadas del gobierno pretendidamente transformador: la mayoría de ellos tiene medio siglo o más viviendo de la política o de las rentas estatales en uno u otro bando, saltando de puesto en puesto, con distintas chaquetas, dispuestos a defender lo que antes denostaban, siempre y cuando ello les permita vivir del presupuesto y no caer en el error.
El caso más evidente es el del equipo de gobierno, donde abundan los octogenarios y los septuagenarios, con unos pocos jóvenes hijos de, reclutados en buena medida por los vínculos amistosos de sus padres con el gran líder, como el la secretaria del Trabajo o el de la SEDATU. Buena parte de los rostros de la tetramorfosis han estado en los periódicos desde los años setenta, aunque ahora aparezcan menos lozanos que en los inicios de su carrera.
El resto de los partidos también están encabezados, mayoritariamente, por provectas cabezas. El grupo dirigente del cadáver insepulto del PRD tiene personajes que participaron en la guerrilla de los años setenta o irrumpieron como jóvenes promesas con la reforma política con la que el régimen respondió, a finales de aquella década, durante el gobierno de José López Portillo a la radicalización de la izquierda.
En el PRI, su precandidata más prometedora a la Presidencia de la República hizo sus pininos durante el gobierno de Luis Echeverría y la mayoría de la dirigencia ya descollaba en los tiempos finales del monopolio político; muchas de las principales figuras del PAN tampoco se cuecen al primer hervor, aunque es en ese partido donde mayor renuevo generacional ha habido, sin que ello haya implicado una renovación ideológica y programática. Movimiento Ciudadano, que proclama estar abierto a las nuevas expresiones de la sociedad es, a final de cuentas, un partido con dueño, que lo controla personalmente desde su aparición como Convergencia Democrática a finales del siglo pasado, cuando él ya tenía una larga carrera política, desde luego en el PRI.
No hay en México nuevas figuras de la política capaces de mover la emoción y representar a la mayoría joven de la población mexicana, en un país con una media de edad de 29 años. La transición democrática no llevó al poder a una nueva generación y la circulación de elites políticas ha sido muy limitada. Las mejores mentes políticas menores de cincuenta años actúan en la sociedad civil o se han recluido en la academia. La política partidista las repele y los proyectos innovadores impulsados en el último cuarto de siglo han encallado en los escollos proteccionistas de la legislación electoral.
Mientras que en la mayoría de las democracias constitucionales las dirigencias partidistas suelen renunciar después de un revés electoral y ello abre paso a la renovación en sus cúpulas, lo que favorece la circulación generacional, en México los líderes políticos no sueltan el cargo, aunque su desempeño sea desastroso, aferrados al aprovechamiento del jugoso financiamiento público del que medran, pues no tienen otro oficio del cual vivir.
El atasco generacional de la política es una de las caras del sistema de botín que caracteriza al Estado mexicano. Con las reglas proteccionistas de la legislación electoral no existen incentivos para el surgimiento de formaciones con causas innovadoras impulsadas por cohortes emergentes. Las reglas del juego inhiben la aparición de fenómenos como el que representó Podemos en España a partir de 2014 o como el que llevó a Gabriel Boric a la Presidencia de Chile. Las instituciones electorales mexicanas favorecen, en cambio, a las organizaciones clientelistas, con capacidad de movilización cautiva para realizar las asambleas requeridas antes de elecciones intermedias, las cuales no suelen despertar entusiasmo alguno.
Con partidos cerrados al recambio y sin posibilidad de crear nuevas organizaciones electorales articuladas en torno a un programa y una lista de candidatos, la política no atrae masivamente a las nuevas generaciones. Los jóvenes son vistos por las vetustas cúpulas partidistas apenas como activistas de campaña, mientras estas se mantienen blindadas contra la emergencia de liderazgos alternativos. Unas organizaciones verticales, refractarias a cualquier procedimiento de auténtica democracia interna, no resultan atractivas a nuevas vocaciones del servicio público.
El sistema de financiamiento público fue muy eficaz para consolidar a los partidos que pactaron la transición democrática al final del siglo pasado, pero tuvo como resultado no esperado el final de la política militante, basada en la actividad movida por la convicción en la que nos formamos muchos de quienes comenzamos a hacer política en la década de los setenta. Las elecciones de 1979 fueron protagonizadas por jóvenes, lo mismo que las de 1982. El cataclismo electoral de 1988 también fue escenario de la llegada de nuevas figuras, muchas de las cuales son hoy quienes se aferran a las prebendas de las que disfrutan en sus partidos y ponen un cerrojo a la llegada de nuevos cuadros.
La política electoral repele a los jóvenes. Es increíble que el vigor que ha demostrado el nuevo movimiento feminista no se traduzca en representación legislativa ni llegue a los gobiernos. La causa de la defensa del medio ambiente ha sido secuestrada aquí por un grupo mafioso y simulador, sin que surjan nuevas generaciones de ambientalistas que busquen ocupar cargos de elección popular.
Sin relevo generacional, la política mexicana está estancada en proceso de putrefacción, sin nuevas ideas, controlada por un caudillo populista que da señales cotidianas de senilidad. Una tragedia.
Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.