La frase “Todo tiempo pasado fue mejor” (o como lo dijo quien primero lo escribió: Jorge Manrique en Las coplas a la muerte de mi padre: “Como a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado fue mejor”) encierra una misteriosa verdad falsa o, si se prefiere, una falsedad verdadera. Por un lado, no puede ser cierta, por la sencillísima razón de que entonces equivaldría a afirmar que la época de las cavernas fue mejor que la actual, o supondría algo más absurdo aún: que procedemos de un punto de partida perfecto y en el curso del tiempo lo hemos venido degradando. Sin embargo, por el otro lado, cuando se cruza el medio siglo, la mayor parte de las personas van sintiendo que las prácticas, los usos y costumbres que se entronizan o, en una palabra, la moda tiene una pizca o una tonelada de barbarie y, conforme uno más se adentra en los años, más degradado va pareciendo lo que impera y domina el presente. Por supuesto que no es una regla universal: nada en el mundo lo es, y hay ancianos identificados con la época que coincide con el final de sus vidas.
Yo de joven escuchaba la frase de todo tiempo… y me imaginaba unos ayeres espectaculares que despertaban en mí la nostalgia: era una nostalgia prestada, una añoranza por lo no vivido que muchas veces me hizo lamentar mi actualidad. Qué nostalgia sentí, por ejemplo, al enterarme o incluso conocer, obviamente por lecturas, el surgimiento de las literaturas de vanguardia: el futurismo, el dadaísmo: su Cabaret Voltaire, las locuras de Tristán Tzara y Hugo Ball… era una nostalgia como la que expresa Feuerbach en el prólogo de su libro La esencia del cristianismo, donde se queja amargamente de la talla intelectual de los teólogos que le tocaron como contemporáneos: “El cristianismo es una religión que vive de las glorias de su pasado”; ya no hay interlocutores dignos hoy. Lo dice a mediados del Siglo XIX.
Y también, he de confesarlo, muchas veces, al escuchar esa frase, me llenaba de fastidio y de flojera: miraba al anciano que la había dicho como a un mojigato trasnochado que no había sabido avanzar al ritmo del tiempo social. No niego que hubo tiempos que habría valido la pena vivir, pero, en lo general y a pesar de todo, el presente poco tiene que envidiarle al pasado.
Pero me llegó la hora en la que, sin decir que todo tiempo pasado fue mejor, sí echo de menos algunas costumbres, actitudes que prácticamente han desaparecido y —por qué no admitirlo— que hacen del presente actual un tiempo más siniestro que aquel presente que fue, con pleno derecho, el mío.
Había más sentido común; y ahora que lo escribo, caigo en la cuenta de que es una de esas nostalgias universales. Me refiero a ese sentido común que más que con el juicio tiene que ver con la buena disposición a entender lo que el otro quiere decirnos; hoy falta esa disposición a querer entender, más bien parece que la actitud que priva fuese la contraria, la de no querer entender, como ocurre en el clima de las polémicas y los debates…
(Continuará)
Twitter @oscardelaborbol
Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: “Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo… Los locos somos otro cosmos.”