“Toda revolución se evapora y deja
sólo el limo de una nueva burocracia”.
Franz Kafka
Daniela, mi novia, me pidió que le platicara cómo es que pasó todo en la fiesta de fin de año en el trabajo. Me quise hacer el tonto y hablar de otras cosas como el recuento de la liga de futbol en el canal deportivo o la visita de sus parientes pero no pude. Solté la sopa y le dije que cuando llegó la invitación tardé en reconocer lo que era. Un atado de renos jalando un trineo y arriba de éste un Santo Clós jadeante que parecía gozar su estado de ebriedad. De su hocico salía una burbuja que, con letras rojas y brillantes, decía: “Empleados de la Torre Andrómeda. Felices fiestas. Brindis e intercambio. DJ Caramelo. Formal. 8 de la noche. Invitación personal e intransferible”.
Llegado el día de la fiesta, ni siquiera hubo tiempo para salir a casa y cambiarnos de ropa. El personal de oficina acabó agolpándose en el baño del piso inferior para arreglarse como pudiera. Entre perfumes, envoltorios para regalo y espráis fijadores, se hizo una nube de olor dulzón que se propagó por el elevador y los pasillos. Tal nube, por cierto, pareció llevar a algunos, más que a una cena de oficina, a un baile de púberes ansiosos. Los más llegaron tarde sin poder sacar de la manga el pretexto del tránsito insufrible, otros pensaron que nadie los vería cruzar la calle hacia el bar de enfrente para inyectarse un trago rápido (en donde se supo luego se toparon con la mesa de los jefes haciendo lo propio), y muy pocos, casi exclusivamente la manada de creativos de mi oficina, se quedaron clavados en sus escritorios por la exquisitez de los tragos clandestinos. Me imagino la charla circular en la que esos tragos toman el centro de atención, hacen vibrar de vez en vez la maravillosa vista aérea de la ciudad, tan vital como exhausta y enferma, tendida a nuestros pies. Y es que una de las más altas prestaciones de este trabajo hasta Ciudad Monstruo pudiera ser esa vista, el podersees quedar en las oficinas ya tarde, casi sin moscas cubiculoides, casi sin elementos de seguridad dando rondines, fabricando cocteles con los refrescos fríos de las máquinas expendedoras. Que no se dude: las papas fritas, los cacahuates y los tragos a escondidas son el alimento de las más grandes mentes de la publicidad en la torre Andrómeda.
El escenario era de ensueño. Se encontraba toda la fauna encerrada con ganas de soltarse de las riendas y podría decirse que se trataba de un delirante bufet de irrealidad. Por un lado, luego de haber atrapado y sometido varias charolas de bocadillos, los veteranos de vigilancia y mantenimiento, sentados en un rincón contra la pared, se aplicaban en la ingesta de ponche y galletas a granel. En otra ala, un grupo tal vez alérgico al primero, apretados todos en bola con cigarro y trago en la mano, en pleno lucimiento de sus facultades mentales como se comprueba por sus peinados y barbas esculpidas con esmero mezclado con falta de oficio, parloteaban los más tiernos reclutas del Call Center: la Casa de Muñecas según sus jefes. Imitaban, sin saberlo pero al dedillo, apoyados en risotadas y frases hechas, la camaradería de los viejos amigos según el guión de las comedias de la televisión norteamericana. Apodo tal o cual es un idiota, fulano es el esclavo de este otro, zutano es menos que un bueno para nada. Serias humillaciones disfrazadas de elogios se soltaban entre empujoncitos y codazos de distinta intención y fuerza, que los hacían ver menos como adultos y más como un grupo de adolescentes huérfanos de estilo, clase, deseo. Podría decirse sin equivocación que si fuera este una versión de aquel cuento de la carrera entre el conejo y la tortuga, un gran conjunto pareciera conformado por conejos viejos, mañosos y estancados, y otra gran burbuja contuviera a los más proclives a volverse adictos a las mieles de tan los segundos, en caso de volverse adictos a las mieles de tan bello trabajo, próximas tortugas o borregos o buitres ladinos y trepadores, hienas sedientas de poder, de atajos hacia las metas, salvoconductos a una efímera gloria.
Lo que primero saltaba a la vista era la honesta valentía de los empleados. Como si se hubieran puesto de acuerdo, lucían todos los ropajes perfectos para lucir su más puro estilo. Me refiero a las bufandas blancas (ese accesorio que mientras más largo delata una menor estatura en el organigrama); los vestidos plateados o dorados, digamos estrafalarios (que en algunos casos mientras más entallados y cortos premian con lo contrario), y por supuesto a los suéteres, gorros, abrigos y gabardinas que dejaban claro que para ciertas clases sociales, Santa Fe es más frío que Groenlandia.
Veía por ahí a F., T. y H. apersonarse en la barra para evitar la intermediación de los meseros contratados, a X. y Z. con una maraña de cables para conectar el equipo de sonido, y casi a todos los del equipo de ventas poniendo la mesa con un extraña buena disposición que no deberíamos confundir con interés. Se trataba de un valioso muégano inseparable conformado por la carne de cañón, las huestes ciertamente sacrificables, los consumibles, los abiertamente temporales, todos a la espera de la llegada de los grandes jefes de sector. No importaba si su chequeo de tarjeta llegara a ser perfecto, si se metieran a todos los cursos de actualización posibles, si fueran los mejores en el crecimiento de sus cuentas, tarde o temprano serían corridos por la puerta de atrás y con varias patadas en el trasero, sin importar su desempeño y mucho menos su edad, cargo o antigüedad en esta fábrica del engaño.
También estaban por ahí P., D. y S., en representación de los niños de familia estudiosos, que piensan que en la empresa su vida cambiará de pronto y para siempre. Que verán la luz de los billetes y el mundo será suyo. ¡Sí, claro! Se trata de estudiantes que se creen blindados y que nada les pasará mientras se mantengan a bordo del barco. Tal y como sucedió con sus padre ahora ya seniles. Como si llevarse de a tú con los buitres les diera una especie de inmunidad diplomática. Ya me imagino sus regalos para las momias de la directiva: whiskys, relojes, plumas, pinturas originales, palos de golf. Esos son los que caen siempre desde más alto. Pero bueno, hay que decir que estos niños de academia se joden de lo lindo. Se quedan hasta la madrugada sacando el trabajo duro a fin de mes, viajan a provincia para capturar clientes incautos, cubren a los jefes los fines de semana hasta no poder más. Muchos riñones, mucho hígado, muchas pastillas y alcohol en estos niños héroes del pomposo distrito financiero.
Aunque había varios circos para analizar, y esto en verdad es algo que conté a Daniela sin perder detalle, me centré en Jonás y Ariadna, los líderes de sus respectivos “personales”, “recursos humanos”. Jonás, como siempre, derramaba su personalidad en el centro del terreno y contaba chistes al grupo mientras, increíblemente, como si lo hiciera de reojo, casi sin querer, lamía vorazmente las botas de los sargentos. Había que decir que era un maestro en el oficio de chupar pijas. Sobre todo por su largo alcance (más de dieciséis años en la empresa), y su probada resistencia. Jonás sabe, por ejemplo, que no tendrá un ascenso en el siguiente semestre (quizá con suerte hasta finales de julio), y todavía así es un espectáculo verlo ahí, como florero muerto en el centro de la atención, pidiendo tragos a todos, llevando él mismo las charolas de bocadillos a cada silla, saludando a las esposas de los mandamás, poniendo música en lugar del anunciado DJ Caramelo.
Ariadna tejía igual de rápido sus trampas pero lo suyo parecía ejecutarse desde el silencio. Casi no hablaba, se hacía un tanto la ausente, y sonreía tiernamente a los buitres en todo lo que decían. Si llegaba a decir algo nunca era algo negativo. Por el contrario, decía que sí a todo. Claro. Sí. Cómo no. Eso mimo creo. Con mucho gusto. Por supuesto. Dejaba que la recogieran y llevaran a su casa los choferes de los reyes, que la invitaran a comer a supuestas juntas de negocios en los restaurantes más elegantes. Lo suyo era pasar desapercibida y ser discreta y por ello hacía las veces de confidente silenciosa y compañera leal de los de más arriba. Una obra de arte. Creo que hay imbéciles en el despacho de al lado que piensan que Jonás, Ariadna y yo somos iguales. No los culpo. A lo lejos, los embusteros y los escritores de publicidad parecen echar mano de las mismas tretas de la imaginación. La diferencia es que yo voy de paso. Mi juego es otro. Sí, lo acepto, llevo casi tres años y dije que sólo me quedaría un par, pero le digo a mi novia que, en verdad, no me están metiendo el dinero por el culo, y que los escritores de la publicidad no somos los prostitutos de los cheques sino que hemos pactado con el poder una penetración recíproca.
Además, ese trabajo a quien más conviene es por supuesto a Daniela. Si todo sale bien saldré de aquí con la pasta suficiente para hacer lo que quiera durante un par de años y empezar a olvidar esta isla de changos. A ver cómo me va con este aguinaldo. Según el gusano de Pascasio viene bien. Pascasio es el cerdo mayor de todo el piso, casi de todo el edificio. El Gran Bastardo le dicen. El Coyote Ugly. Y eso que arriba rentan los gorilas que levantan autos por toda la ciudad. Sabedor de su escala tan baja en la naturaleza (y es por ello que debe ganar sitios a golpes por la cadena alimenticia), es una bestia de la cual no se debe nunca fiar. Hay que huir de él mientras se pueda. Su puesto (maneja el Fuerte Knox de los dineros como si fueran sus testículos), es el más estratégico para propagar el mal. Simplemente no da tregua. Golpea hasta dejar molido a su rival con falsos rumores, trabajos forzados, vamos, maltrato multimodal. Y si es que por ahí recibiera algún rasguño se deja lamer en público las heridas por los otros. Casi se puede ver a los más nuevos cómo le lustran con la lengua las cadenas doradas en su pecho de dos pelos. Un robot. Pide el desayuno a la oficina, los cafés le llegan con un chasquido, no mueve un dedo para que llegue el lustrador de zapatos en plena junta y así su silla se convierta en una especie de trono desde donde comanda las vidas de quien se deje.
Haberlos visto ahí a los tres. Al Judas Pascacio y sus duendes Jonás y Ariadna, en su conquista de la barra, la dosificación de los canapés, las riendas mismas de la celebración. Más que manejar un auto deportivo, viajar a Orlando, vestir ropa de diseñador, manejar toda fiesta a su ritmo, lo sabemos, es el reto secreto de los ratones de oficina. Recuerdo que los tres en cotorreo se pasaban los celulares para tomarse la fotografía de la familia real. Sus sonrisas de oreja a oreja. Pensé que era imposible que se superara el nivel de la fiesta del año pasado pero me equivoqué. Por ejemplo, vaya que hay forma de echar a perder los $500 pesos que se fijaron para los regalos del intercambio. Qué necedad de regalar agendas y calendarios. Libros cursis. Hubiera sido bueno que me regalaran unas botellas de ron y un paquete de cigarros. Que regalen para la siguiente una noche en el hotel de la salida. Para un cuarto y un doce de cervezas alcanzaría perfectamente. Caería bien a la firma y cuesta la mitad. Pero de seguro nadie ha ido al hotel. No lo conocen. Son hienas decentes.
Hay algo en estas fiestas que nos emborracha rápido. Seguro es el aburrimiento. El calor se sube al rostro y parece que anduvimos un par de horas frente a la estufa. Para cuando empezó el intercambio F., U. y G. ya estaban fuera de sí. F. lanzaba discursos sobre apurar la cena, decirnos la verdad unos a otros, dejar de vernos la cara. ¡Por el amor de dios! Eso francamente ya era un exceso y tuve que servirle uno fuerte para que nos dejara en paz. U. y G. se pusieron a bailar, según ellos, el pobre reguetón del DJ Caramelo. Nada más ridículo que su coreografía de fenómenos tambaleantes. Salvo Jonás, quizá, que se burlaba de ellos en primera fila, con su puro en la mano, dejando ver sus tirantes y esos calcetines de arcoíris que le regalo la secretaría de los dientes chuecos. Dicen que es su amante. Me imagino el regalo de Jonás o Ariadna para Pascasio. Seguro una innovación de la electrónica. Les encanta hablar de las tabletas, de tal o cual reproductor, de equis artefacto de moda. Podrían saber incluso una aplicación para morder el cuello de los demás, sacarles por ahí el corazón y comérselo tibio. Ya lo decía la señora Socorro, encargada de la limpieza, con quien solía fumar en el mirador de la torre al caer la noche. Que eran como burros que perseguían su zanahoria, aún sin saber que no era una zanahoria ni sería suya. Yo le dije que era más bien una jauría en busca de huesos pero luego supe que una jauría es un conjunto de perros de caza y que lo correcto para un grupo de perros cualquiera es decir “perrada”. La comandanta Socorro fue despedida la semana pasada por Pascasio (“Fue el Sapo”, dijo ella), acusada de robarse los jabones y las toallas del baño VIP.
De aquí en adelante ya se me escapa la noche por la explotación de los brindis. “¡Salud!” aquí y allá. Recuerdo que F., T. y H. se fueron a la casa de una de las edecanes con el pretexto de alcanzar el transporte público, y que C., O. y la señora Calvillo (encargada del submundo de la venta de cualquier cantidad de cosas como tortas, zapatos, ropa interior y hasta autos usados), salieron temprano porque en verdad ya los dejaba el último camión a sus comarcas a casi dos horas de esta ciudad fantasma. Recuerdo a Pascasio sacando a bailar a Ariadna. O al revés. Los dos en un romance de nauseas. Y a Jonás haciendo tejemanejes con los nuevos empleados que asentían a todo lo que decía como si fuera un semidiós. Recuerdo a T. llorando por su novia en otro estado, a U. quejándose por el regalo que le cayera en el intercambio, a D. y J. en la sala de juntas para ocultar la borrachera de S. a la que habían ocultado entre las sillas. Y no mucho más. Y no me importa. Recuerdo lo último, por supuesto. Que me llamó el Sapo, me sentó en su escritorio y me dio un sobre blanco. Era mi aguinaldo. O mejor dicho mi liquidación. Según esto ya estaba harto de mis puñaladas por la espalda. Le dije que no sabía de qué hablaba. El tipo estaba manchado de vino tinto y tenía un poco de merengue en la solapa. “Nunca contrataré a gente como tú. Necesitamos gente leal al proyecto””, me dijo, con un trago caliente en la mano. Sólo pude reírme y escupir en su alfombra. Iba a estrellarle el vaso pero sus fanáticos nos veían a través del vidrio de su cubículo. J. y F. entraron por mí y me llevaron al baño. Les pedí un trago, algo para sentirme mejor pero en vez de eso me llevaron al elevador. Les grité lo que pensaba de ellos. Pobres diablos. Me decían que no valía la pena hacer un teatro en esa arca llena de animales. Me puse a vomitar. Cuando me dejaron en mi cajón del auto me di cuenta que Daniela ya me esperaba ahí. Una secretaria le había dicho que andaba muy cansado y que no podría manejar a casa. Lo hizo ella. Me dijo que luego hablaríamos. Al día siguiente, apenas abría los ojos, ya me pedía que le platicara cómo había estado todo en la fiesta. Yo me quise hacer el tonto hablando de otras cosas como ir a cenar a casa de su madre, ver una película o en programa en el canal deportivo. “Apestas. Métete a bañar”, me dijo. Esto fue lo que pasó en la fiesta en Ciudad Monstruo, eso lo que le conté a Daniela porque ella me preguntó. Todavía me duele la cabeza.
Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.