Es una historia como ninguna otra. El Salvador era, hasta hace un par de años, el país más violento del mundo. No de América Central, no de América Latina, del mundo. En promedio, en El Salvador ocurrían unos 10 asesinatos diarios. En 2015 la tasa de homicidios se situó en 103 por cada 100 mil habitantes, cuatro veces mayor que la de México. En ningún otro país eran asesinadas tantas personas, en ninguno.
La cosa cambió. Si en 2005 ocurrieron 6 mil 557 homicidios, en 2022 solo fueron 496, 92.5 por ciento menos. Enero de 2023 cerró con una tasa de homicidios por 2 por cada 100 mil habitantes y en marzo no se registró un solo asesinato. Ni uno solo. Se trató del mes más seguro desde que en El Salvador se cuentan los muertos. Insisto: una historia como ninguna otra.
Investigaciones independientes dan la razón a los números oficiales. El Faro —el mejor periódico de América Central y el principal antagonista del Presidente Nayib Bukele— reconoció hace un par de meses que “el esquema de Bukele ha conseguido desestructurar a las pandillas en El Salvador, desbaratando su control territorial, su principal vía de financiamiento y su estructura interna”(1). Otras fuentes me confirman que los datos son correctos: en el Salvador ocurrió un “milagro” —un milagro a un costo altísimo–. Veamos.
Por décadas, las pandillas —las famosas maras— ejercieron la violencia en cada pueblo y ciudad de El Salvador. En su momento de mayor esplendor, en 2015, lograron articular a 70 mil personas, muchísimas para un país de seis millones y medio de habitantes. Las pandillas cobraban rentas, sometían a comunidades, organizaban los mercados ilegales y peleaban entre ellas. Mataban sin cesar.
Nayib Bukele llegó a la Presidencia de su país en 2019 y juró terminar con las pandillas (2). Primero negoció con ellas y en secreto. Fracasó, pero logró amortiguar su poder. Después habilitó la participación del Ejército en tareas de seguridad pública. Funcionó parcialmente. Por último, inició un Régimen de Excepción, un conjunto de leyes que suspendieron derechos y garantías constitucionales de la población y otorgaron poderes excepcionales a la policía y al Ejército de El Salvador. De marzo de 2022 a la fecha han sido encarceladas 65 mil personas sin un proceso judicial mínimamente aceptable. Gracias al Régimen de Excepción es el sospechoso el que tiene que mostrar su inocencia y no el Estado la culpabilidad. Basta tener tatuajes para ser sospechoso y pasar varios días en la cárcel “mientras se genera la ficha policial”. Las capturas son arbitrarias y la Fiscalía admite, sin hacer demasiadas preguntas, que más de 100 detenidos han muerto en las cárceles (3). Desde marzo de 2022 hasta hoy, el Régimen de Excepción se ha prorrogado once veces. El Salvador es ya el país con la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, muy por encima de Estados Unidos, que ya es mucho decir. Dos de cada cien salvadoreños adultos duermen hoy tras las rejas (4).
¿Puede México importar el modelo salvadoreño? No. Apunto cinco razones.
Para empezar, está el problema de la escala. No es lo mismo sostener un Estado de Excepción en un país de poco más de seis millones y pico de personas a otro de ciento treinta millones. El tamaño es distinto. Sus posibilidades de éxito también.
En segundo lugar, cabe la pregunta por los alcances temporales del modelo. ¿Puede mantenerse una política de este tipo a mediano y largo plazo? Las métricas de éxito a corto plazo parecen incontestables, pero a mediano y largo plazo no son obvias. Un modelo basado en el encarcelamiento masivo simplemente no es sostenible.
En tercer lugar, están las consideraciones sobre el propio sentido del Estado. El Salvador no es más un Estado liberal; ese país se ha rendido a las instrucciones de un solo hombre. El Poder Legislativo y Judicial existen ya como una extensión del Ejecutivo, nunca como un contrapeso. ¿Estamos dispuestos a avanzar hacia allá? Por lo pronto, Bukele ya hizo cambiar la Constitución para ser reelegido una vez más.
En cuarto lugar, está la pregunta por el problema de seguridad que constituían las maras en El Salvador vis a vis el problema de seguridad que tiene México. Las maras eran —en menor medida siguen siendo— células controladas desde prisiones, claramente identificables, pequeñas en su estructura y con poca o nula capacidad de infiltrar estructuras estatales. El problema criminal en México es más complejo: redes mejor articuladas y armadas, con acceso al mercado de drogas más grande del mundo y con fuertes vínculos al interior del Gobierno y, en algunos casos, con apoyo popular. Los problemas de seguridad de cada país son animales completamente diferentes.
Por último, el tema central: la violación grave a los derechos humanos. Las denuncias por arrestos ilegales, casos de tortura y desplazamientos forzados llenan las planas de los pocos periódicos independientes que quedan en El Salvador. El retroceso en libertades y derechos está documentado para quien quiera abrir los ojos. La responsabilidad de Bukele también. ¿Estamos dispuestos a que el Estado se convierta en el principal perpetrador de derechos? Así lo escribí en una columna hace exactamente un año. Lo reitero:
“¿Es legítimo que el Estado renuncie a su función civilizatoria para enfrentar una crisis de este calado? Asumiendo que las medidas son efectivas, ¿qué se pierde en el camino cuando las instituciones estatales reproducen las brutales prácticas de sus perseguidos? ¿De cuántos años es el retroceso civilizatorio que propone el Presidente de El Salvador? ¿Qué pueden esperar la prensa, los opositores y el resto de la población del Estado que cancela con tanta facilidad las libertades individuales?” (5).
A pesar de estas consideraciones, cada vez son más los políticos en México que, en silencio y cada vez más en público, coquetean con importar el modelo Bukele. En la lista ya están apuntados el empresario Gustavo de Hoyos y la exconductora de televisión Lilly Téllez, figuras que miran a El Salvador buscando un salvavidas electoral. Conforme avance la carrera presidencial más candidatos mirarán al sur para explicar su política de seguridad: encontraran un modelo imposible de importar.
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(1) César Martínez, Efrén Lemus y Oscar Martínez, Régimen de Bukele desarticula a las pandillas en El Salvador, El Faro, 3 de febrero de 2023.
(2) Sobre Bukele y su estrategia he escrito en varias ocasiones en este espacio. Véase: Carlos A. Pérez Ricart, Nayib Bukele: el presidente más cool del mundo, SinEmbargo, 12 de abril de 2022, y Carlos A. Pérez Ricart, ¿Qué diablos pasa en El Salvador?, Sin Embargo, 5 de abril de 2022.
(3) Gabriel Labrador y Óscar Martínez, Un año de régimen de excepción: se consolida el Estado militar y policial, El Faro, 26 de marzo de 2023.
(4) Javier Urbina y Claudia Espinoza, El Salvador llegó a 97 mil 535 reos en 2022. La Prensa Gráfica, 17 de enero de 2023.
(5) Carlos A. Pérez Ricart, ¿Qué diablos pasa en El Salvador?, SinEmbargo, 5 de abril de 2022.
Carlos A. Pérez Ricart
Carlos A. Pérez Ricart es Profesor Investigador del CIDE. Es uno de los integrantes de la Comisión para el Acceso a la Verdad y el Esclarecimiento Histórico (COVeH), 1965-1990. Tiene un doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad Libre de Berlín y una licenciatura en Relaciones Internacionales por El Colegio de México. Entre 2017 y 2020 fue docente e investigador posdoctoral en la Universidad de Oxford, Reino Unido.