Ha sido una semana de reflexiones. Cada uno tiene la suya y cada cual acomoda la “marcha del INE” de la manera que mejor convenga a sus intereses. Muchos hacen análisis hacia el interior, otros intentan compartirlo en sus comunidades. Cada uno está viendo cómo canalizar la energía –luminosa u oscura– a sus propios objetivos.
Un día después de la marcha, el primero en transparentar sus intenciones fue Claudio X. González. Lanzó un manifiesto para afiliar a los que tomaron la calle. Usó ese eufemismo que ahora se conoce como “sociedad civil”, engañifa desgastada que ha desprestigiado, como en pocos países del mundo, la manera de identificar a los “civiles”, a los de a pie. El mayor aliado del empresario es, justamente, “Sociedad Civil México”. Lo dirige la exdiputada Ana Lucía Medina Galindo, militante activa de Acción Nacional. González y Medina se disfrazan de activistas aunque no es posible sostenerlo ya.
El manifiesto opositor exhibe esto que digo, y aún más. Llama a crear un “plan de Gobierno” para el sexenio 2024-2030; llama, pues, a la toma del poder a través de partidos políticos con el engaño de que se trata del “empoderamiento de los ciudadanos”. Una mentira llevada demasiado lejos.
Ese mismo lunes, el Presidente López Obrador encausó la marcha hacia sus propios temas. Le hubiera encantado llevar a los manifestantes hacia el Zócalo –por sus planes ulteriores– porque, aunque su tema número uno fue el volumen de los movilizados, el segundo fue exhibir a los organizadores: las expresiones de odio, el clasismo de algunos. Y luego llamó a su propia marcha, que encabezarán él y otros líderes de la 4T. Y se espera algo masivo. La izquierda apenas ha perdido brillo, a juzgar por las encuestas y la ola de cuatro años de triunfos.
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Conozco a muy pocos que asumieron la marcha como “ciudadana”. Hubo ciudadanos con derecho a movilizarse, claro, pero la movilización respondía a causas de la derecha y nada más. Conozco a muy pocos que, sin odiar a AMLO y sin votar PAN-PRI-PRD, se movilizaron. Fue una mezcla de ciudadanos y militantes, pues, pero la condición para marchar fue ser antagonista de la izquierda, creerse que México será la “nueva Venezuela” y que “López se quiere reelegir” y que “está destruyendo al país”.
Todo eso se vale y cada quien puede pensar lo que se le venga en gana, por supuesto. De hecho, la marcha permitió que muchos que no se habían definido públicamente lo hicieran. Lo lamentable es que muchos marcharon engañados o auto engañados. Sí, les dieron a comer una mentira bien contada y hábilmente distribuida (sobre todo por WhatsApp): que el INE sería demolido.
Entre los que aborrecen la opción de izquierda es fácil colocar un discurso así. Cae en blandito. El “Yo Defiendo al INE” se construyó aprovechando la ignorancia en muchas comunidades en temas electorales y la confianza que generan personajes como José Woldenberg; una confianza, claro, ahora vulnerada. (Para los interesados en el tema recomiendo mi texto anterior, de hace una semana, donde lo explico).
Pero además de la mentira para movilizar, hay otro tema igualmente delicado. Y quien me lea o me escuche voltee al cielo e imagine por un momento que alguien acercó el sol diez veces y brilla y zumba porque viene hacia acá, hacia nosotros. Es un meteoro que cae. Y más adelante me explico.
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La sola idea de la normalización de los mapaches electorales era bochornosa, pero su regreso triunfal a las calles –junto a ciudadanos, militantes y una élite de intelectuales que antes los denunciaban– es, francamente, una vergüenza.
Durante años soñamos con el momento en el que pudiéramos evitar, como sucede en muchas democracias, que los corruptos tuvieran un lugar en la sociedad. Soñábamos con correr a gritos de un restaurante a un Enrique Peña Nieto o a un Carlos Romero Deschamps. Soñábamos con lanzarles huevos, ya que no pudimos meterlos a la cárcel, y grabarlo en celular. Soñábamos con humillarlos en público.
Ahora, si Romero Deschamps hubiera marchado, dudo mucho que alguien se hubiera atrevido a lanzarle huevos. Quizás una turba lo habría linchado al grito “¡muera el peje!”, o “¡Lorenzo vive!”.
Que me disculpe Pepe Woldenberg pero verlo hacer causa común con Elba Esther Gordillo y Roberto Madrazo me da mucha, mucha pena. La élite académico-electoral-intelectual ganó prestigio defendiendo elecciones y ahora cobija a (y se cobija con) los que se robaron elecciones y salieron impunes. Híjole. Disculpen que no coincida con ustedes. Me resulta difícil no resumir la escena en una sola palabra: decadencia.
Porque es un intercambio de favores entre unos que disimulaban ser nobles y otros que presumen ser villanos. Porque los que se sentían “esencia de la democracia mexicana” han normalizado a los depredadores de la democracia mexicana. Porque los supuestos “padres fundadores de la democracia” le han lavado el rostro a los que se burlaron de ella. Disculpen que la escena me parezca grotesca. Una manera de verlo es que envejecieron mal; la otra, que siempre estuvieron mal y llegaron a la vejez sin corregirse.
La marcha inspirada en mentiras y que permitió normalizar a los antidemócratas iluminó –así los veo– un ecosistema de dinosaurios temerosos por el meteoro que se avista en el cielo.
Ayer hacían como que se mordían, y les iba bien. Hoy los dinosaurios se besan asustados y con los ojos húmedos dan una batalla que parece perdida. Es la batalla por un mundo que se les desmorona cuando el asteroide ni siquiera ha pegado en tierra.
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Cuando el tizne bajó, se descubrió otro mundo en donde todo estaba por construir, incluso la inteligencia. Seres enormes, imprudentes y fríos dieron paso a mamíferos breves, ralos, casi insignificantes. De ese episodio de la historia de la Tierra queda una lección ineludible: el meteoro no construyó un nuevo mundo: acabó con otro, anterior.
Esto significa que lo que venga después del asteroide está para ser construido. Y viendo el mundo que se queda atrás, me disculpo porque soy optimista. Aquél mundo, donde todo lo que se movía era un sándwich para los dinosaurios, nunca me pareció ideal.
Dicho de otra manera: nunca fue de mi agrado –y mucho menos mi ejemplo– la estructura de medios mexicanos; la élite de intelectuales; los grandes empresarios salinistas que se hicieron multimillonarios al tiempo que la pobreza aumentaba; los que se escondieron en la academia para cobrar un salario y los políticos corruptos de las décadas pasadas junto con los periodistas encumbrados que los solaparon y los promovieron.
Nunca quise ser Jacobo Zabludovsky cuando era niño, pues. Y si usted coincide conmigo sabrá que todos los anteriores caben en una maleta que debemos dejar en un mundo que desaparecerá con el meteoro. La maleta se ha ensanchado para mí y lo celebro, porque era demasiado peso en balde.
Y cuidado: el meteoro no ha caído. Brilla, zumba y se acerca, pero no ha caído. Los dinosaurios siguen siendo reyes en esta tierra; están en todas partes y hasta marchan. Pero ya hay una trayectoria que parece inevitable y un nuevo mundo nacerá de toda esta experiencia, si queremos.
Pero mientras el meteoro cae, el brillo ha exhibido que los dinosaurios aprendieron a agarrarse de la mano, llevados por el espanto.
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Los que votan izquierda se fueron a casa con las manos vacías, cada seis años, durante todo el siglo XX y gran parte del XXI. Las cosas cambiaron en 1988 y en 2006.
Esas dos elecciones se convirtieron en casos de estudio gigantescos que llenaron carpetas y carpetas de enseñanzas. Si no fuera por el fraude, visto a la distancia, habría que celebrar ambos procesos si se es demócrata y si se es al menos medianamente progresista, porque por un lado quedó claro que a la izquierda mexicana sí le alcanza y por el otro, que la derecha y el “centro democrático” son lo mismo a la hora de la hora, y son capaces de justificar fraudes electorales si la “democracia” no opera a su favor.
Las elecciones de 1988, por ejemplificar, desenmascararon ante millones de mexicanos a los individuos al servicio de los poderes de facto, siempre tan dispuestos a cambiar sus principios por lo que diga el que firma el cheque. Permitió conocer la verdadera naturaleza de Miguel de la Madrid, en cuyo sexenio se dio el fraude contra Cuauhtémoc Cárdenas; a Carlos Salinas, el beneficiario del robo de las elecciones de ese año; a Luis Donaldo Colosio, quien pasa por santo porque lo asesinaron sus propios socios pero quien era el coordinador de la campaña chapucera de Salinas; y a Manuel Bartlett, el encargado, según todas las fuerzas de izquierda, de imponer al Presidente que querían las élites y no el que votaron las mayorías.
Y de las elecciones de 2006 todavía no dejamos de aprender. Las carpetas se siguen acumulando. Hasta ahora sabemos que en 2003 los partidos políticos y los poderes de facto hicieron a un lado a la izquierda y tomaron al IFE. Elba Esther Gordillo impuso allí a Luis Carlos Ugalde y otros consejeros llegaron con la bendición de PRI y PAN. Y con ese consejo general se llegó a las elecciones de 2006; el mismo consejo del IFE que no vio a Vicente Fox, al Consejo Coordinador Empresarial o a una élite de multimillonarios “cargar los dados”, como el mismo expresidente confesaría años después, para imponer a Felipe Calderón y vulnerar la voluntad ciudadana.
Y el último episodio de ese 2006 lo estamos viendo hasta ahora, en la curiosa y casi profética marcha donde por fin los actores de aquél fraude se agarraron de la mano. Ayer hacían como que se mordían, y se quedaron con la Presidencia de la República. Hoy se besan asustados y con los ojos húmedos dan una batalla que parece perdida porque el meteoro cae, la piel se les chamusca y el brillo los muestra tal cual son, antes de quemarlos en definitiva.
Alejandro Páez Varela
Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017).
Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx