En todas las instituciones donde no sopla el aire penetrante de la crítica pública, la menor corrupción brota y crece como hongos: Federico Nietzsche, Humano demasiado humano.
El artículo que tienen a la vista lo escribí hace algunas semanas; en un acto de autocensura me abstuve de publicarlo, hoy lo hago público en apoyo al megaplantón organizado por Escudo por AMLO ante la Suprema Corte de Justicia. Lo difundo sin cambios ni revisión.
El Poder Judicial en México como parte del Estado tiene como función cuidar y hacer cumplir las leyes contenidas en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, sus ordenamientos y legislación; sin embargo, en los últimos cinco años, han sido numerosos los señalamientos y manifestaciones de desconfianza hacia los criterios y resoluciones de los juzgadores; también se han emitido severas críticas hacia algunos ministros y magistrados a quienes se acusa de colusión con los enemigos de la 4T y, en los casos más graves, de actos de corrupción de algunos jueces; son emblemáticos ejemplos la suspensión del Plan B de la Reforma Electoral y otras iniciativas presidenciales, así como el otorgamiento de amparos a exfuncionarios acusados de delitos contra la nación.
Lo innegable es que esta situación refleja serios desacuerdos entre poderes debido a que, el Judicial, mantiene puntos de vista encontrados con el Ejecutivo y el Legislativo. Estas discrepancias, de continuar, pueden conducir a la desprotección de la sociedad en problemas de justicia, así como amenazar la concordia colectiva por el mal uso que se hace de la ley; el mayor riesgo del momento es imposibilitar el ejercicio y la soberanía de los otros poderes, especialmente al Ejecutivo, cuando en situaciones que involucran intereses nacionales el juzgador se sirve de la norma como instrumento para frenar reclamos sociales urgentes e inmediatos, como son en el momento la defensa de los recursos naturales nacionales: suelo (mineras), áreas naturales protegidas, intereses económicos del país, culturales y sociales que son esenciales y que el Estado está obligado a defender para garantizar la soberanía de la Nación y en defensa y protección de la población.
La situación es producto de la intervención de las redes de poder económico en la defensa y protección de sus intereses; fenómeno totalmente común en un sistema como el neoliberalismo en que el dinero es dios; en tales condiciones, basta con hacer del derecho una mercancía que se vende al mayor postor y todo arreglado.
Establecido el procedimiento, poner un asunto en manos de un juez no garantiza que se haga justicia; pues, como sentenció Solón: “Los que pueden mucho, hacen de las leyes telarañas, pues enredan lo leve y de poca fuerza, pero lo grande las rompe y escapa” (Diógenes Laercio. Vida de los filósofos más Ilustres. Grupo editorial Tomo). Efectivamente, cuando la ley se hace permeable las reglas que ponen en acción los mecanismos jurídicos no conducen a una decisión legalmente verdadera, mucho menos justa, ya que tanto la ley como el derecho están sometidos a relaciones de poder; en consecuencia, no pueden operar, circular y funcionar apegados a la justicia, pues existen factores que distorsionan la verdad jurídica, por ejemplo: corrupción, cohecho, ideología, creencias, compromisos, deshonestidad, ausencia de ética y de identidad deontológica.
Por otro lado, como afirma Michel Foucault, “las leyes son trampas; no son en absoluto límites de poder, sino instrumentos de poder; no medios para que reine la justicia, sino herramientas para velar por ciertos intereses” (Defender la sociedad. FCE).
Asimismo, la ley no es una norma estática, sino el azaroso resultado de luchas legislativas; no todas las iniciativas de ley son producto de ocurrencias geniales de algún Diputado, del Ejecutivo o de pasiones humanas, en la mayor parte de los casos están inspiradas en la utilidad pública o se proponen, en provecho, conveniencia o intereses del país y sus ciudadanos y no con la intención malsana de beneficiar a algún grupo o clase social. No operan de esta manera cuando la juridicidad ha permitido su perversión.
En la historia de México, el sistema jurídico ha mantenido predominantemente una perspectiva que se identifica con la interpretación “juridicista” del derecho, que se caracteriza por reducir la labor del juzgador al apego estricto a la letra de la ley, una forma refinada de tiranía jurídica, pues el árbitro, de esta manera, se comporta irresponsablemente respecto de sus actos y hace que sus apreciaciones aparezcan falsa y sin valor, pues están condicionadas por designios e inclinaciones ajenos a su deber pues ha renunciado a la búsqueda de la lucidez sobre el caso, a la prudencia que debe acompañar su juicio, así como a la sabiduría y conocimiento que deben distinguir quien tiene la responsabilidad de aplicar la ley sin que los medios que tiene en su poder se sometan a fines predeterminados. Es más, por su poder de afección, los jueces están obligados a tomar en cuenta el contexto, condiciones y circunstancias que configuran el litigio; si su compromiso es administrar justicia con estricto apego a sus deberes y a las normas deontológicas de su ministerio han de mantener su veredicto al margen de prejuicios doctrinarios, ideológicos o viciados por el dolo. La justicia deja de juridificar cuando pasa por alto que la interpretación de la norma no debe ser literal ni operar como máquina sin ningún coeficiente ético, sino inspirada en postulados de justicia. La justicia y las consideraciones jurídicas que involucren intereses sociales o de la nación en general no se agotan en la interpretación judicial ni pueden operar como arma en manos del juzgador, por lo contrario ha de adaptarse a las circunstancias del hecho y porque el derecho y la justicia son para la protección de los débiles; en rigor, la justicia es una relación de conveniencia entre intereses contrapuestos, pero sólo se impone la verdad cuando el árbitro, por su sabiduría y bondad, unifica derecho y justicia, para alcanzar la equidad.
El Juez no cumple sus funciones cuando se apoya en la letra código y deduce silogísticamente de él la aplicación de sus artículos para que el asunto quede concluido; esta tarea a primera vista puede parecer aséptica y objetiva pero no lo es, no basta con subsumir la hipótesis del proceso a la norma legal para su resolución sin aportar nada y sin dimensión creadora, de otra manera cualquier abogadillo de quinta podría ser Ministro de la Corte, Magistrado o Juez.
En cambio, si funda la sentencia en criterios de justicia y no en la ley, el juzgador se vería obligado a conocer los factores que dieron lugar al tema y considerar las necesidades vitales de las partes. En todo sistema jurídico cerrado el Juez no añade nada nuevo a lo expresado en la ley. ¿Por qué no considerar la posibilidad de un sistema normativo abierto a la integración de los nuevos elementos que surjan de las condiciones y circunstancias cambiantes de una sociedad compleja hambrienta de justicia?
Dice Zygmunt Bauman que “si aceptamos que las sociedades humanas actuales son altamente complejas, la lógica formal es insuficiente en el derecho moderno por su concepción estática de las cosas, pues ve objetos sólidos, cortados, aislados en el tiempo y en el entorno y hoy, vivimos tiempos líquidos que, por su complejidad, exigen un razonamiento y un pensamiento complejo; si queremos ser coherentes debemos aprender a manejar las contradicciones dialógicamente” (Tiempos líquidos. FCE); el pensamiento simplista y reduccionista que domina el derecho mexicano ignora, desafortunadamente, la complejidad y se agota en la adecuación forzada de la realidad a una lógica aporética, es decir, aquella que por sus dificultades lógicas insuperables deja sin salidas satisfactorias y sin solución los problemas humanos y el interés general.
Además, la interpretación jurídica del derecho no puede seguir siendo guiada por intereses particulares, debe ser una labor de hombres sabios, espiritualmente formados que persigan fines éticos propios de la justicia; en otras palabras, si se deseara superar las actuales técnicas jurídicas habrá que sumar a estas el ethos del juzgador, como garantía para el ejercicio humanístico de la justicia.
El comportamiento ético del juzgador está inseparablemente unido a su ethos personal y, por tanto, conlleva una manera de ser ante situaciones de carácter moral; un ethos sólido, justo y un sentimiento profundo de realidad nunca estará en favor de la injusticia a ningún precio; como tampoco estará en favor de la severidad cuando se trata de castigar ni será inmoral al momento de arbitrar un litigio. El individuo ético no tiene otra virtud que una actitud de rectitud en lo que respecta a la propia vida, a la conducta, al deber y la responsabilidad profesional, además de apegarse a la verdad como cualidad cardinal. Ante un ethos personal recto y honesto no tienen validez las restantes morales. La imparcialidad del juicio no se agota en la sanción ni con el apego a la ley; por su origen moral la justicia está comprometida con la Ética, el ethos del juzgador y la deontología que regula el ejercicio de los deberes profesionales (Melvin Cantarell Gamboa. Ética y deontología del servidor público. Hobbiton Ediciones. México, 2001).
Melvin Cantarell Gamboa
Nació en Campeche, Campeche, en 1940. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es excatedrático universitario (Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Sinaloa). También es autor de dos textos sobre Ética. Es exdirector de Programas de Radio y TV. Actualmente radica en Mazatlán, Sinaloa.