“Ténganse a los acusados como traidores a la Patria, por lo que se les impone las penas accesorias de inhabilitación absoluta y especial para ejercer cargos públicos, ejercer la función pública en nombre o al servicio del Estado… Se ordenó la pérdida de la nacionalidad, la inmovilización y decomiso de sus bienes inmuebles y sociedades a favor del Estado”.
Intencionalmente eliminé las palabras Nicaragua y nicaragüense del párrafo anterior para resaltar el absurdo: si lo hubiéramos leído en una tira de “El IV Reich”, la historieta sobre el dictadorzuelo enano que retrataba el caricaturista chileno José Palomo allá en los años ochenta, nos habría arrancado una sonrisa, por exagerado y patético. Pero no es ningún chiste. El dictadorzuelo del siglo XXI, Daniel Ortega, despojó de sus bienes y arrebató la nacionalidad a 94 opositores: escritores, periodistas, defensores de derechos humanos, líderes religiosos. Todo aquel que tenga un opinión distinta a la del dictador y su esposa, Rosario Murillo, no merece ser nicaragüense.
Lo preocupante desde México es que el régimen obradorista está cada día más cerca de un tipo de izquierda autoritaria -la de los regímenes de Maduro, Ortega, Díaz Canel, Evo Morales- y más alejada de las izquierdas democráticas de Boric en Chile o Lula en Brasil. El silencio del Gobierno mexicano ante un acto de barbarie política como la del régimen de Nicaragua no es un asunto banal, por el contrario, se trata de un mensaje tan contundente como la condecoración con el Águila Azteca al líder de un Gobierno antidemocrático y represor como el de Díaz-Canel en Cuba.
México jugó un papel fundamental en el reconocimiento del régimen revolucionario en Nicaragua tras el derrocamiento de la dictadura de Somoza en 1979 y ha mantenido una clarísima (y yo diría que correcta) oposición al embargo económico a Cuba. Por el contrario, la ambigüedad o franco desdén ante la violación de derechos humanos, violaciones a la libertad de expresión y persecución política a los opositores en estos países se convierten en una declaración silenciosa de los principios del Gobierno de López Obrador.
Si, como dijo el propio Presidente, la mejor política exterior es interior, no pronunciarse ante la barbarie política del régimen de Daniel Ortega es un muy mal augurio. Mientras el Canciller mexicano está perdido, atascado en pleitos internos y la búsqueda de una candidatura que se antoja cada día más lejana, la política exterior del país dejó la institucionalidad de Tlatelolco y se mudó al salón de Tesorería del Palacio Nacional donde, desde la “mañanera”, se decide la relación con el mundo en función del humor y las simpatías del Presidente, no de las necesidades y principios del país.
Confundir el silencio cómplice con neutralidad es un grave error. De todas las opciones de política exterior, la complicidad es la más perversa y a la larga suele ser la más costosa.