Déjeme le cuento, querido lector, lo que he estado pensando con todo el relajo del INE y la elección de los nuevos consejeros. Naturalmente, la elección se volvió parte de la disputa política en curso. Habría que ser muy ingenuo para no esperar que así fuera. A mí no me sorprende nada, pero a mucha gente sí. Esto probablemente tiene que ver con el pedigrí de una época que claramente ha terminado en esa institución, un cambio en la nomenclatura académica e intelectual que durante dos décadas imperó en México.
Tal vez no necesariamente partidista, pero sin duda, los nexos entre muchos agentes “ciudadanos” con el poder eran indudables. Si algo vimos estos años en el comportamiento de los consejeros salientes, especialmente del Consejero presidente Lorenzo Córdova y Ciro Murayama es que eran todo, menos personas imparciales y neutras. Demostraron, una y otra vez, estar asociados a las fuerzas en el poder, ser parte de ese grupo, pues. Al final no ocultaron sus simpatías, pero mucho menos sus antipatías por políticos y partidos, se les olvidaron las formas.
Y aquí está justamente el asunto al que quisiera referirme esta ocasión: la “ciudadanía” como concepto para disfrazar la pertenencia un selecto grupo social, que suele ser la clase alta y con poder, ya sea en los ámbitos académicos como intelectuales, como políticos. Durante muchos años se usó el concepto, reducido naturalmente, para referirse a miembros de esas clases que estaban en órganos de poder, o eran beneficiados por éste en sus distintos ámbitos: cultural, académico, empresarial, etc., así como ahora se usa el concepto contrario (e igual de vacuo) de “pueblo”.
Hay que reconocer que algo tuvieron de genialidad intelectual cuando lograron suplantar la identidad de toda la población, compleja, contradictoria y mayoritariamente pobre, por el de un grupo privilegiado, acostumbrado a presentarse como apartidista, independiente, representante de las causas de todos, leal a los intereses de la gente antes que los del poder. Incluso, lograron dotar al concepto de prestigio y respetabilidad. La embestida del Presidente López Obrador, sus diatribas cotidianas y constantes en las “mañaneras” contra los que él considera “conservadores” o “fifís” ha logrado exhibir la naturaleza de sus vínculos y hasta cierto punto desmontar esa falsa independencia y aura prestigiosa de la que alguna vez gozaron. Más que de la “ciudadanía” en general, son en no pocos casos, representantes de reducidos intereses de clase o grupo, cuando no de intereses personales. Antidemocráticamente, sin duda, pero López Obrador los ha puesto en el centro de su crítica para exhibir que las instituciones estaban lejos de ser de todos, que se habían convertido en propiedad de unos cuantos. En ese sentido, resulta lógico que se hayan convertido en su blanco, porque López Obrador, en efecto, emprendió una cruzada contra la clase gobernante que tanto lo atacó durante años, es decir, contra todo un status quo acostumbrado a pensarse a sí mismo como heredero natural del poder. Basta con escuchar hablar al hoy expresidente del INE para reconocer en el funcionario ese tono del que no sirve a una institución sino se considera dueño de ella; de allí la altanería con que terminó conduciéndose como mirrey de la democracia.
Las denuncias hechas sobre la clase académica privilegiada de la UNAM, por ejemplo, con sus asimetrías monstruosas, revelan que esos mismos académicos brincaban del poder público a sus plazas y de regreso, sin mella. El doble rasero para maestros y académicos es una manifestación más de que México es un país de privilegios para unos cuantos, en todos los ámbitos. No es posible desestimar la inconformidad, hay que decirlo, sobre todo, porque es evidente que esa élite decidía, configuraba qué significaba ser ciudadano y ocupaban esa representación, esa voz, mientras recibían favores del Estado. A su vez, el poder solía legitimarlos porque le eran útiles: le conferían cierto aire de civilidad a un poder que en realidad era una forma de contubernio: desaparecían identidades mayoritarias que luchaban en la arena de las calles, contra toletazos y abusos. Rara vez admitía una identidad distinta, de grupos sociales oprimidos. No es extraño que también tuvieran el control de los medios de comunicación y que no necesitaran asumir simpatías partidistas, al contrario, era casi una condición de su subsistencia: lo que les otorgaba legitimidad para mantenerse en el poder independientemente de qué partido gobernara. Eran parte esencial del sistema político mexicano, de inspiración priista, aún en la época de la transición democrática.
Así hoy, ya en la oposición, ese mismo grupo blande el mismo término para tratar de presentar sus intereses opositores como extensivos a toda la sociedad mexicana, y no como lo que realmente es: una facción política de la sociedad mexicana. Legítima, sin duda, pero no general como la tratan de imponer en el discurso a través de redes sociales y medios. A mí no deja de sorprenderme, de hecho, lo naturalizado que tienen el discurso, al grado de que son incapaces de notarlo. Por eso, hay que preguntarles, cuando crean hablar por todos y se hinchen con el término ¿cuál ciudadanía exactamente? El uso de la dicotomía lopezobradoristas-ciudadanía, que usan para deslegitimar y estigmatizar a otra parte de la ciudadanía, mayoritaria además, es obviamente una grosera manipulación y parte de su batalla por recuperar el poder, en el cual ellos encarnan a la sociedad toda y merecen todos sus privilegios. No entro en la naturaleza clasista y racista que define su discurso e ideas, querido lector. Mucho podría escribirse sobre ello. Nos vemos la semana que entra, pase unas felices vacaciones.
María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.