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Fentanilo – SinEmbargo MX

Decomiso de pastillas de fentanilo.
“El fentanilo está arrasando porque el sustituto clandestino de los opioides de receta, la heroína, procesada directamente de la goma de la amapola, es mucho más complicada de producir y transportar de manera ilegal”. Foto: Cortesía, Cuartoscuro

La nueva arma arrojadiza de los políticos de los Estados Unidos contra México es el fentanilo, como antes lo fue la heroína y en su tiempo las metanfetaminas, la cocaína o la mariguana y el opio, en una sucesión cronológica que se agudiza desde la declaratoria de guerra contra las drogas en 1971, durante la Presidencia de Nixon.

De nuevo, la exigencia de los Estados Unidos es que México combata policiaca y militarmente a los especialistas en mercados clandestinos que alimentan la demanda de sustancias de su población. Después de medio siglo, con vaivenes en intensidad, buena parte de la política de drogas de los Estados Unidos se sigue basando en alentar la guerra en México, con consecuencias catastróficas para la institucionalidad estatal de nuestro país.

El prohibicionismo, base conceptual de la estrategia de combate frontal de la oferta, tiene todavía una prosapia más larga, pues se convirtió en política pública a principios del siglo pasado y se nutrió de demandas de grupos sociales influyentes, fuertemente marcadas por una concepción puritana de la moral pública. Desde su aparición, justificada por una visión sanitarista de las drogas, en buena medida falsa, la política de prohibición sirvió de pretexto para hostigar y perseguir a grupos sociales determinados, sobre todo a los varones negros y mexicanos. 

La guerra de Nixon tenía una agenda oculta, como he contado en otras ocasiones, de claro carácter represivo de expresiones políticas, internas y externas, en medio de la Guerra Fría. La era de Reagan, con el hoy olvidado escándalo Irán–contras, usó la prohibición de las drogas como arma geoestratégica en el escenario latinoamericano, mientras que dentro de sus fronteras se convertía en la palanca preferida de las policías para el control social, con cargados tonos racistas, al grado de se ha considerado a las leyes antidrogas las nuevas leyes Jim Crow, como se conoció a todo el entramado institucional segregacionista, eliminado formalmente en 1964, pero revivió en la persecución de los consumidores de sustancias prohibidas y del pequeño tráfico local.

Las cárceles se llenaron de jóvenes negros y mexicanos, mientras que eran muchos menos afectados por la persecución los blancos. Entonces el demonio era la cocaína, sustituida por el crack, más peligroso, pero más fácil de obtener, después de procesar la cocaína para hacerla rendir, en la medida en la que tenía éxito el combate a los cárteles colombianos. Después vinieron las metanfetaminas, otro sustituto de la cocaína, ambos de efectos estimulantes. Los cárteles mexicanos se colocaron en la mitología gringa como epítomes del mal en series de televisión y el cine, mientras el cristal aparecía como una sustancia mortífera que provocaba violencia y delincuencia. 

Y miren ustedes por dónde les surgió la crisis sanitaria más grave relacionada con el consumo de psicotrópicos con uso problemático. La actual crisis la desató un mal manejo de su industria farmacéutica en connivencia con el órgano encargado de regularla. El poder analgésico del opio, sus derivados y sus copias ha hecho que desde la aparición de la heroína las farmacéuticas hayan buscado crear la morfina sin adicción. Durante varias décadas, la FDA autorizó nuevas drogas para eliminar el dolor y éstas fueron recetadas con prodigalidad por los médicos. 

Lo que resulta absurdo es que después de doscientos años de relación con los opiáceos farmacéuticos y con el opio clandestino, en Estados Unidos no se haya creado un sistema de atención sanitaria para las epidemias de consumo que una y otra vez les han estallado, al menos desde el final de su guerra de secesión, y no se hayan diseñado políticas de reducción del daño y prevención distintas a la persecución policiaca, el encarcelamiento y la estigmatización de los consumidores de opiáceos clandestinos, muchos de ellos lanzados a la marginación por las restricciones impuestas a la provisión controlada una vez que se quedan sin receta para el aprovisionamiento legal. 

El fentanilo está arrasando porque el sustituto clandestino de los opioides de receta, la heroína, procesada directamente de la goma de la amapola, es mucho más complicada de producir y transportar de manera ilegal. Se necesitan tierras, cuerpos de seguridad, redes de caminos rurales, laboratorios de procesamiento, además de las rutas de tráfico establecidas con base en los pactos de protección política, policiaca y militar. Con todo, miles de campesinos vivían de la producción de amapola para la producción de opiáceos ilegales. 

La persecución de la producción impulsó el cambio tecnológico de la producción clandestina. El fentanilo, opioide sintético desarrollado por la industria farmacéutica legal, extraordinariamente potente, es mucho más fácil de producir, a partir de precursores químicos disponibles en la industria. Los antiguos productores y comerciantes de heroína, como empresarios racionales que son, encontraron mucho más redituable replicar el compuesto farmacéutico, de suyo más fácil de transportar que los cargamentos de opio secado al sol o los paquetes de heroína.

Los políticos gringos vociferan y le echan la culpa de las muertes de jóvenes, ahora mayoritariamente blancos, a los cárteles y al Gobierno mexicano que, dicen, no hace nada por detenerlos, pero la culpa de la mortandad la tiene su pésima política de salud en relación con las drogas y su incapacidad de enfrentar la crisis con estrategias de reducción de daño, como las que desde hace décadas se echaron a andar en distintos países europeos con buenos resultados.

En México, Presidente de la República, como acostumbra, habla sin saber. Dice sinsentidos como que aquí no se produce fentanilo y manda al Canciller milusos a negociar frente a la andanada. El resultado es de esperarse: la DEA otra vez involucrada y el ejército con más poder, mientras el mercado de las drogas sigue evolucionando. 

La simpleza de López Obrador lo lleva a creer que los anuncios de radio y televisión estigmatizantes y llenos de falsedades tienen algún efecto disuasorio, mientras el CONADIC, dirigido por un especialista que ha renunciado a su conocimiento científico del tema para mantenerse en el cargo, no hace nada por impulsar políticas de drogas basadas en la evidencia científica, como se lo ordena la Ley y no promueve ni programas de acceso a la naloxona –antídoto para la sobredosis– ni programas de tratamientos de sustitución de opiáceos.

Si el Gobierno mexicano tuviera un buen proyecto de política de drogas, tendría una gran oportunidad en este momento para renegociar con los Estados Unidos. Hoy mismo se está desarrollando en Viena la 66 sesión de la Comisión de Estupefacientes, con un papel protagónico de los gobiernos de Colombia y Bolivia –que ha iniciado el proceso para retirar la hoja de coca de las sustancias bajo control. México participa con un papel subordinado y con una posición contradictoria. Ya verán cómo el nuevo acuerdo con los Estados Unidos será más de lo mismo, con los mismo malos resultados. 

Jorge Javier Romero Vadillo

Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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