Qué amenazada está, hoy en día, la libertad de expresión. Como nunca antes, atravesamos por un periodo de peligros para todo aquel que ose expresarse de manera libre pero “incorrecta” para grupos sectarios que están convencidos que cualquier discrepancia con sus ideas, son ilegítimas, como si existiera algo así como el derecho “a tener la razón”, el privilegio de imponerles a los otros sus ideas y como si las discrepancias constituyeran un “discurso de odio”. Qué confusión han creado en torno a éste, no cabe duda. Una confusión interesada donde la acusación se usa para censurar a quienes no comparten ciertas ideas políticas o religiosas. Ideas que desean imponerse sobre las realidades materiales o sobre las otros y que algunos creen deben ser compartidas por todos, como si no existiera la libertad de expresión y la libre manifestación de las ideas. Como sabemos, las ideas bien pueden ser irreconciliables unas con otras o estar equivocadas o ser correctas y nadie está obligado a aceptarlas, asumirlas, y mucho menos a imponerlas sobre los otros. Porque la libertad consiste en que las personas puedan pensar lo que deseen y puedan expresarlo. Pero hay una deformación que ha convertido la libre expresión en ilegítima, al convertirla, falsamente, en discurso de odio. El concepto, creado para evitar el odio genocida, es mal utilizado todo el tiempo, sobre todo en redes sociales y por grupos que desean que sus visiones sean exclusivas para censurar voces y debates que caben perfectamente dentro de la libertad de expresión. Para empezar, el discurso de odio debe, por definición, ser un llamado explícito a la violencia y al exterminio de un grupo humano o llamar a cometer delitos.
No es discurso de odio insultar a alguien y mucho menos discrepar en torno a sus ideas o creencias. Los debates no son discurso de odio, ni comportan ningún riesgo para la democracia y sus valores. Al contrario, los debates críticos son inherentes a los sistemas democráticos libres, donde la sociedad puede (y debe) ponerse de acuerdo en ciertas cosas a través de la deliberación, o sencillamente no ponerse de acuerdo. Las oposiciones son democráticas y la crítica es necesaria para mantener un estado saludable, no opresivo ni violento. La censura es propia de los regímenes fascistas que anhelan tener el control sobre la mente de las personas, alienarlos.
Un fenómeno como la cancelación es esencialmente contrario a la libertad y a la democracia; un fenómeno barbárico que los nuevos tribunales mediáticos usan para dañar la vida y la reputación de las personas con las que no están de acuerdo, asombrosamente con éxito. Y es que grupos de fanáticos creen tener el derecho de presionar a otras personas para que silencien a otros a través del chantaje moral y en ocasiones, la amenaza de manifestaciones violentas. Casos como las de las feministas y mujeres atacadas por decir lo que piensan en torno a la imposición de la ideología de género que vulnera sus derechos, han dejado libros sin ser editados por ser señaladas, falsa y burdamente, como “promotoras del odio”. Editores y hasta empleadores son sometidos a presiones ilegítimas en los que, en algunos casos, terminan cediendo y actuando en contra de sentido mismo de la existencia de la prensa y violentando los acuerdos básicos de las sociedades democráticas, para no incomodar a grupos que suelen ser escandalosos y agresivos, modernos y ridículos torquemadas en busca de mujeres para quemarlas en la hoguera, como entonces.
Pero el fenómeno no se limita a los fanáticos, se ha extendido como peste en la cultura. No es raro, pues, que cualquiera que se sienta ofendido o discrepe de una opinión crea que esa incomodidad es suficiente para erradicarla. Comentarios de personas que, por ejemplo, solicitan a los medios que columnistas dejen de escribir en la prensa, abundan en las redes. Como si las opiniones de los demás se convirtieran en ofensas, per se, y no tuvieran lugar en el discurso público. La cosa, claro, se complica si uno piensa en la enorme cantidad de causas que hay y en las susceptibilidades que existen, ideológicas, políticas, religiosas. Bajo este imperio de la hiper-sensibilidad cualquier opinión puede convertirse en ofensa, y ya instalados en el delirio total, en “discurso de odio”.
El nivel de intolerancia que antes hubiera despertado rechazo, ahora es aplaudido con fiereza por quienes se identifican como “buenos, sensibles, justos”, viven en la fantasía de que algo muy bueno están haciendo. Una especie de marca o membresía de club que muchos compran de manera acrítica, sin darse cuenta de que son ellos quienes cumplen el papel detestable de la obra. Su frivolidad no les alcanza para mirarse en el espejo, ni para recordar que en una sociedad democrática, las posturas encontradas deberían suscitar debates, ríspidos incluso, pero no censura.
Lo más grave, quizás, es la intervención de los Estados en esta locura; leyes delirantes que violentan los derechos de grupos sociales enteros se crean al vapor y se imponen como logros. En la cúspide de esa locura, algunos países incluso pretenden imponerles a las personas maneras de hablar, como si sobre el lenguaje pudiera legislarse, que es la materia viva de la identidad y de la cultura. Una distopia orwelliana, un newspeak que busca imponer una nueva realidad, ficticia, a través de la coerción. No está de más recordar, sin embargo, que el anhelo de modificar la cultura por decreto o por deseo de quienes ostentan el poder, es un acto fascista: ni la realidad ni el lenguaje cambian por decreto, por más ruidosa que sea la propaganda.
María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.