Dos regímenes autoritarios vuelven al centro de la discusión pública en América Latina: Cuba y Nicaragua. Esto a propósito de la condecoración de Miguel Díaz-Canel que hiciera el Gobierno de México el sábado 11; y el exilio forzado y retiro de ciudadanía a opositores políticos, activistas y periodistas en Nicaragua las últimas dos semanas. Sí, lo hecho en ambos países merece enérgica condena y solidaridad con las víctimas. Pero de forma preocupante, son el extremo de una estrategia de regresión autoritaria que en la región encuentra distintos matices y velocidades.
En Nicaragua, el pasado 9 de febrero se forzó el exilio y la expatriación de 222 personas a Estados Unidos, entre ellas algunos periodistas críticos con la administración de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Ese mismo día, la Asamblea Nacional aprobó la iniciativa de reforma al artículo 21 de la Constitución y la Ley 1145 que permiten sumar la “traición a la Patria” como motivo para perder la nacionalidad.
Un segundo grupo de 94 personas fue expulsado el 15 de febrero, entre las que se encontraban periodistas más de una decena de periodistas. Todas ellas también fueron despojadas de su nacionalidad nicaragüense, en una estrategia cruel del orteguismo por acabar con su raigambre e identidad.
El colectivo Voces del Sur denunció que hasta diciembre 2022 la cifra de medios confiscados y allanados en aquel país por efectivos policiales asciende a seis, entre los que se enumeran el diario La Prensa, Confidencial, 100% Noticias, La Trinchera de la Noticia, Radio Vos de Matagalpa y Radio mi Voz en León.
Mientras tanto en Cuba, ARTICLE 19 documentó y registró el año pasado 403 agresiones contra periodistas independientes y activistas por la libertad de expresión en Cuba. Las dos modalidades de agresión más empleadas por las autoridades cubanas fueron el arresto domiciliario (101 casos) y la detención arbitraria (83). Esta violencia contra la prensa se enmarca en el recrudecimiento de la represión estatal posterior a las protestas del 11 de julio de 2021, mismas que han dejado mil 484 presos políticos.
Como ya adelantaba, los descrito forma parte de una amplia estrategia de represión y censura que trasmina en toda región. Tal como Artículo 19 expuso en su Barómetro de la libertad de expresión en Centroamérica y Cuba: Análisis Trimestral septiembre – diciembre 2022 (Cuba, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua) el año pasado concluyó con la persistencia de los ataques contra el ejercicio de la libertad de expresión y en particular contra las y los periodistas que por el hecho de ejercer su labor de investigar e informar, son objeto de persecución y asesinatos.
En el informe Clasificación de la Libertad de Prensa 2022, de Reporteros Sin Fronteras, Nicaragua se ubica en el puesto 160 de 180 países analizados, mientras que Guatemala y El Salvador están en el 124 y 112, respectivamente. De todo el subcontinente, el peor calificado es Honduras, en el puesto 165.
Además del amedrentamiento físico y el discurso estigmatizante destacan dos estrategias de los gobiernos autoritarios: el acoso legal y el digital. Aun los gobiernos dictatoriales como en el caso de Cuba y Nicaragua se ven obligados a dar legitimidad legal a sus acciones represivas. De ahí la emisión de leyes que justifican las agresiones. En el caso del acoso digital, la construcción de estrategias que, desde las sombras y el anonimato, buscan la muerte moral de las voces críticas e independientes se presenta en los cinco países analizados.
El abanico de agresiones va cobrando formas que responden al grado de autoritarismo y simulación que requiere cada Gobierno nacional para sostenerse en el poder y crear su propia narrativa autojustificatoria. En Guatemala y El Salvador la captura progresiva del Poder Judicial y Legislativo es un elemento clave del modelo autoritario. En el caso de Nicaragua y Cuba no existe división de poderes y la persecución es abierta, argumentando la defensa de “su” soberanía y considerando cualquier crítica como una amenaza contra “la revolución” o “contra el Estado”.
Como sea, en los Estados analizados se han constituido en torno a los intereses de una élite político-militar, o de una familia. Pensar diferente, informar, develar situaciones de corrupción, defender los derechos humanos, entran automáticamente en esas categorías de amenazas. Eso es represión, independientemente de cómo se quiera justificar ideológicamente.
En Guatemala, todo lo que se avanzó con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) se ha venido desmantelando sistemáticamente, al igual que se va arrinconando al periodismo independiente. Ello ha llegado al absurdo de girar una orden de captura contra el excomisionado Ivan Velázquez. Ahí las élites corruptas se recomponen y pretenden echar atrás todos los procesos de justicia y verdad bajo los cuales los genocidas de la Guerra Civil -muchos de ellos militares- han rendido cuentas.
En Honduras el ejercicio de Gobierno no se ha traducido en una alianza consistente con la sociedad organizada para construir nuevas bases para una administración pública abierta y transparente, sino que siguen predominando los poderes fácticos que, tanto en lo local como a nivel nacional, son factores que inhiben la libertad de expresión. A ello se suma una preocupante narrativa de descalificación de periodistas y organizaciones desde el discurso oficial.
En El Salvador, el estilo personal del Presidente Nayib Bukele ha generado un caudillismo mediático y mercadotécnico que busca unificar los poderes del Estado en torno a ese poder unipersonal, inhibiendo los contrapesos y calificando a cualquier voz crítica como aliados del enemigo interno, personificado en las pandillas. En ese ejercicio de poder, la prensa libre no tiene cabida y es perseguida.
Como puede verse, los gobiernos arriba descritos se autoadscriben a expresiones de “izquierda”, “derecha” o “centro”. Independientemente de ello, tal o cual signo político no puede ser condicionante para la condena internacional de los actos represivos, que en el caso de Cuba y Nicaragua alcanzan su punto más álgido. El autoritarismo y la violencia de Estado es condenable, venga de donde venga.
Leopoldo Maldonado
Es Director Regional de ARTICLE 19 Oficina para México y Centroamérica. Maestro en Derechos Humanos y abogado por la Universidad Iberoamericana. Es integrante del Comité Consultivo del Repositorio de Documentación sobre Desapariciones en México. Durante 15 años ha trabajado como activista y defensor de derechos humanos defendiendo migrantes, personas indígenas, periodistas y víctimas de violaciones graves a derechos humanos.