Hoy quisiera hablar de aquello que a simple vista no podemos ver y que nadie advierte, pese a que siempre está delante de nosotros. No me refiero, por supuesto, a los átomos ni a las bacterias que escapan por su tamaño a nuestra visión y, tampoco, a los pensamientos de quienes nos rodean, pues por el momento, hasta dónde va adelantada la tecnología, nos resultan inaccesibles. Hablaré más bien del aire que hay a nuestro derredor, esa plegadiza sustancia que se acomoda en todos los rincones, que llena los cuartos y las calles y que, sólo cuando su espesor es de kilómetros, se nos presenta con un tono azul, literalmente azul cielo. Quisiera hablar del aire y de su transparencia que es la que nos permite distinguir lo que existe, porque si el aire fuera visible como el tronco pardo de los árboles las cosas se ocultarían detrás de él, cómo se ocultan tras los árboles. Cualquier opacidad del aire nos dejaría ciegos o, lo que sería equivalente, no podríamos ver otra cosa que no fuese el aire.
Parece una insignificancia decir: el aire es transparente; pero de todos los discretos milagros que ocurren constantemente, la invisibilidad del aire es, sin lugar a dudas, el mejor. Gracias a que no estorba a nuestra vista es que podemos vernos, fondear con los ojos el paisaje, descubrir los contornos, apreciar los colores, e incluso evitar ese paso que nos despeñaría hacia el fondo mortal de un barranco. Porque no es la vista, sino el hecho de que no podamos ver el aire lo que nos permite la visión.
Y existe otro objeto, casi tan familiar como el aire, que tampoco podemos ver y al que todos los días dirigimos nuestros ojos inevitablemente: el espejo. Nadie mira propiamente el espejo: la vista no se detiene en el, lo atraviesa para mirar lo que tiene adentro. El espejo mismo, el cristal pulido con su contracara de plata, nos pasa inadvertido. Claro está que podemos ver su marco, mirarlo de lado para limpiar su superficie; pero cuando nos enfrentamos a él se nos vuelve invisible: nos vemos a nosotros, a nuestra propia imagen que unos días nos alegra y otros no tanto. En el espejo está la biografía de nuestro rostro, nuestro proceso, la habitación que está tras de nosotros, un mundo inverso que parece tan amplío como el nuestro.
Ante el espejo constatamos, una vez más, que es lo invisible lo que nos permite ver: mirar el eco de nuestra imagen, un mundo entero que nos está vedado salvo para los ojos. En el espejo hay un delante y un adentro al que no podemos acceder: lo haríamos trizas si lo intentáramos. Hay en los espejos una gran lección, porque en la vida, muchas veces, no nos queda más que retroceder, renunciar, mantenernos afuera, aceptar vivir afuera, en nuestro lado, de nuestro lado, porque hay adentros a los que hagamos lo que hagamos no podemos entrar. En estos momentos veo tantas cosas, pero están del otro lado del espejo.
Twitter @oscardelaborbol
Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: “Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo… Los locos somos otro cosmos.”