El martes, la Suprema Corte de Justicia de la Nación declaró inconstitucional el traspaso de la gestión operativa de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, como pretendía el Presidente de la República, quien nunca aceptó los términos en los que el Constituyente permanente había creado al cuerpo. López Obrador decidió, desde el momento en que se aprobó la reforma al artículo 21 constitucional en 2019, que no iba a cumplir con la decisión legislativa, pues él quiere una Guardia militar y desde entonces no tuvo empacho en violar flagrantemente el orden constitucional, con la complicidad de los altos mandos de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, para darle un tinte de legalidad a su capricho, decidió traspasar formalmente la gestión administrativa y operativa de la Guardia a la SEDENA, con base en reformas a la legislación ordinaria, la cual puede manipular a placer gracias a que cuenta con mayorías simples sumisa en ambas Cámaras del Congreso.
La declaratoria de inconstitucionalidad es un éxito de las organizaciones civiles que nos hemos opuesto a la militarización y le debe mucho al trabajo de la abogada Luisa Conesa, quien llevó el litigio de inconstitucionalidad promovido por senadores, con un papel destacado de Claudia Ruiz Massieu. Pero es, por encima de todo, un triunfo de la institucionalidad democrática mexicana, pues poco a poco se ha ido consolidando la separación de poderes que existe en el papel desde 1824, pero que ha sido una ficción a lo largo de la mayor parte de la historia nacional.
La autonomía de los jueces como límite al poder autocrático ha sido parte sustancial del desarrollo de los Estados modernos. En Inglaterra los nobles terratenientes se la impusieron al rey Juan Sin Tierra en 1215, con la Carta Magna. Durante la baja edad media en todos los reinos europeos los comunes buscaron la protección de la ley frente a la arbitrariedad real y al menos desde finales del siglo XVII toda la teoría de la representación popular ha establecido la necesidad de la existencia de poderes judiciales que no dependan de la autoridad del gobierno, claramente diferenciados, también, de la mayoría legislativa.
Lo anterior lo sabe cualquier estudiante aplicado de bachillerato, no se diga alguien que ha pasado por las aulas de una facultad de Ciencias Políticas. Por supuesto, la independencia judicial no garantiza por sí misma la probidad de todos los jueces ni que todas las decisiones de la judicatura sean absolutamente justas, pues son decisiones humanas, nunca exentas de visiones ideológicas y de intereses. Se trata, en cambio, de contrapesar la arbitrariedad del gobernante, igualmente cargado de ideología y con evidentes intereses distributivos, con procesos apegados, al menos en la forma, a las leyes aprobadas por las asambleas legislativas.
El control constitucional es un mecanismo que garantiza que los jueces supervisen el pacto supra mayoritario que permite el funcionamiento democrático. Este pacto se basa en el establecimiento de reglas que evitan la tiranía de la mayoría y protegen los derechos de las minorías. En una democracia constitucional, las reglas centrales se establecen a través de coaliciones más amplias que las de la mayoría simple, lo que proporciona garantías para la protección de todos los ciudadanos. Es decir, este control es una herramienta vital en la promoción y protección del estado de derecho.
Una estrategia común de los aspirantes a autócratas contemporáneos es someter a los poderes judiciales y debilitar su independencia. Un ejemplo de esto es lo que está sucediendo en Polonia, donde el partido gobernante ha pretendido una remodelación completa del sistema judicial, con la intención de reducir la independencia de los jueces que han fallado en contra de medidas gubernamentales inconstitucionales. Hungría es otro ejemplo, ya que el gobierno de Viktor Orbán ha reducido drásticamente la independencia del poder judicial, para nombrar y destituir jueces a su antojo. Turquía es quizás el caso más conocido, donde el presidente Recep Tayyip Erdogan ha llevado a cabo una purga masiva de jueces y fiscales tras un intento fallido de golpe de Estado en 2016. En Israel, el primer ministro Benjamin Netanyahu ha sido acusado de intentar debilitar la independencia del poder judicial para evitar ser juzgado por corrupción, lo que ha provocado manifestaciones de repudio inéditas en el país. Estos ejemplos muestran cómo la independencia judicial es un obstáculo importante para los autócratas y cómo tratan de socavarla para consolidar su poder.
El argumento de todos estos pretendidos demócratas iliberales es el mismo: la judicatura defiende intereses elitistas y no es un poder democrático porque no responde a la mayoría electoral. En un sentido similar el Presidente mexicano se ha lanzado una y otra vez contra los jueces a los que suele descalificar de manera genérica como representantes del conservadurismo, enemigos de su gloriosa transformación. Ayer, cual Júpiter tonante, espetó: “Ocho ministros, con excepción de tres, actuaron de manera facciosa el día de ayer y no con criterio jurídico, sino político, defendiendo las antiguas prácticas del régimen autoritario y corrupto, caracterizadas por la injusticia, el contubernio y la subordinación de las autoridades a la delincuencia organizada y a la delincuencia de cuello blanco”.
En la misma andanada de su desmadejada retórica, el Presidente de la República ya advirtió que va derecho y no se quita: que la Guardia seguirá teniendo instrucción y jerarquías militares y que el comandante militar se queda, aunque se acate aparentemente que la gestión administrativa regrese a la Secretaría de Seguridad Ciudadana. Al fin y al cabo, su muñeco de ventrílocuo en la Corte, antes tan antimilitarista, ahora defiende que basta con que el Presidente sea civil, pues como él es el comandante supremo, automáticamente el ejército se convierte en un cuerpo civil. El tamaño del despropósito sería desopilante si no fuera una señal de que la captura ha avanzado, con incondicionales que solo están en el Tribunal Supremo para avalar los dictados del aspirante a tirano. Los tres de la bella unión, con la plagiaria y la ministra balbuciente flanqueando al farsante que quisiera tener 20 años para ser estrella de TikTok, aunque ahora solo resulte patético.
Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.