Lo confieso: tengo conflictos con la autoridad. Sobre todo, con aquéllas que se esgrimen como absolutas y se arrogan ese derecho por un asunto de grado, posición o circunstancia que no necesariamente tiene que ver con la razón. Tal vez por eso reniego de instituciones como el ejército o la iglesia, que exigen ciega obediencia a los subordinados e, incluso, en un terreno más baladí, de ciertas costumbres relacionadas con algunos deportes, como las artes marciales.
Se obedece porque así debe ser, porque el maestro, el superior jerárquico o el anciano simplemente son quienes mandan. Es cierto, en muchos casos, los asiste la razón: saben más, cuentan con una mayor experiencia, han transitado por ciertos caminos. Sin embargo, la idea de clausurar toda suerte de diálogo, de cuestionamiento o de duda me provoca un resquemor del que no me es sencillo desprenderme. Es un prurito perdurable que, para bien o para mal, me ha alejado de esas instituciones o costumbres. Simple y sencillamente, no puedo con la autoridad absoluta, radical, sin argumentos.
Cosa curiosa, fue justo en una universidad de inspiración católica en la que comencé a dar clases, donde ejercí, por única vez, mi autoridad como docente a rajatabla.
La materia era extracurricular (un taller de ésos que otorgan créditos necesarios para la titulación pero que son intercambiables). El curso era sabatino. Si mal no recuerdo, quienes asistían a esos talleres era porque habían dejado pasar el tiempo de los primeros semestres (ya sea por trabajo o por desidia) y, hacia el final de la carrera, debían apurarse a cumplir el requisito. En otras palabras: pocos estaban ahí por gusto. Y, también, el ambiente era más relajado que entre semana.
A la segunda o tercera sesión llegó un soldado. Iba con el uniforme de gala, completo. Le pregunté qué hacía ahí. Resultó que tenía permiso para estudiar una carrera, que ese permiso estaba limitado a ciertas horas al día, que iba muy contento entresemana, vestido de civil pero que, los sábados, debía salir corriendo para una ceremonia específica o algún encargo que le exigía ir uniformado. Uniformado y portando su arma.
Era imposible no notar la pistola en su cinturón. Varios de sus compañeros le preguntaron al respecto. Una curiosidad, por demás, comprensible. Quizá yo mismo me sumé al interrogatorio. Él comenzó a ponerse nervioso. Sobre todo, cuando alguno de los presentes le pidió que sacara el arma (no), que se la prestara (menos), que al menos la mostrara (¿quizá?). El soldado se estaba poniendo nervioso. Fue cuando, haciendo uso de esa autoridad en la que no creo, le dije que estaba prohibido que desenfundara en mi clase. Y, sin más, comencé la sesión sin dar explicaciones.
Ya sé, fue una orden que, en realidad, le significó un alivio a quien debía obedecerla. También sé que podría haber dado argumentos (pues los había de sobra). Incluso que no necesitaba de mi apoyo (él mismo debió negarse con seguridad). Al terminar la clase platicamos. No, no podía dejar el arma fuera porque hay protocolos ni podía dejarla dentro de su mochila pues era más riesgoso.
Acepté la idea de tener a alguien armado dentro de un salón de clases. Duró poco. Algunas semanas después ya no volvió. Hubo un correo que lo explicaba: lo habían trasladado. No daba más detalles: quizá mientras leía el texto él estaba en medio de la selva, intentando esquivar un ataque enemigo o en el desierto, persiguiendo a algún criminal (ya se sabe que las funciones policiacas del ejército…). Ni idea. Lo que era seguro es que, frente al aviso autoritario de sus superiores, terminó renunciando a la carrera que estudiaba o, al menos, tuvo que cambiar de universidad.
Sigo, pues, teniendo conflicto con las autoridades absolutas. Parten de una premisa falsa: su simple existencia valida su poder sobre el otro. Prefiero creer en las autoridades dialogantes, aquéllas que, además, ayudan al otro, lo capacitan, le enseñan. Algo así como lo que intentamos, con mayor o menor éxito, los padres con los hijos. Insisto, estoy convencido de que lo que verdaderamente valida a una autoridad es que sea capaz de ejercerse de manera crítica.
Eso sí, espero que nunca más alguien llegue armado a mis clases.
Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.