Gracias a los recursos de la tecnología, apareció ante el sino del escorpión un ejemplar en pdf del legendario volumen La Bohemia de la Muerte (El Libro Español, 1929), del polígrafo, poeta y novelista Julio Sesto (España 1871-México, 1960), autor español bien asentado en México y por sus méritos artísticos considerado personaje infaltable de nuestra historia literaria. El mítico libro da noticia de un centenar de escritores, poetas, bohemios, periodistas o simples outsiders mexicanos muertos en el abandono, la dipsomanía y la miseria hacia fines del siglo diecinueve y principios del veinte. Estetas consumados en un medio hostil y asfixiante, artistas incomprendidos, decadentistas y baudelerianas flores del mal, marginados por la hipocresía moralista de aquella sociedad decimonónica plagada de aspiraciones aristocráticas, pero, a la vez, ya en plena transición impulsada por el pujante mercantilismo de la burguesía porfiriana en ascenso durante aquel cambio de siglo.
Interesantes personajes que optaron por la vida del subsuelo y el lado nocturno de la existencia como expresión de su desencuentro con el mundo y, en muchos casos, también como afrenta social ante la estigmatización y el rechazó padecido. Una exploración personal de esta arqueología del inframundo artístico fue recuperada años después con fortuna por el extrañado escritor Sergio González Rodríguez en Los Bajos Fondos. El antro, la bohemia y el café (Cal y Arena 1988), ensayo y traza de un sorprendente recorrido literario y cultural por esa zona aleatoria, tentadora y prohibida de la vida mexicana.
De entre esos indigentes y extremados poetas malditos, conectados íntimamente con la segunda etapa del modernismo literario —la del decadentismo, el malditismo y la artificiosa naturalidad— el alacrán rescata la personalidad trágica de Bernardo Couto Castillo, nacido precisamente en los inicios del modernismo, en 1880, y fallecido antes de cumplir 21 años, el 3 de mayo de 1901, apenas al inicio del nuevo siglo, a causa de una neumonía y luego de una juventud inclinada al abuso de opio, hachís y alcohol. Su figura, un tanto misteriosa, emerge así envuelta en leyenda y chismes, interrogantes y opiniones contradictorias. Couto Castillo fue fundador y colaborador de la Revista Moderna, escribió en el Diario del Hogar, El Partido Liberal y varios otros periódicos menores. Su muy interesante obra periodística permanece un tanto dispersa, y en ella describe con un toque de dolido sarcasmo las atmósferas sociales e intelectuales de la época.
Couto publicó un sólo libro de cuentos en 1897, titulado Asfódelos, reeditado en los años ochenta del siglo viejo por INBA-Premiá y que cuenta en su haber con una exitosa traducción al inglés. Su título es obvia referencia a las Flores del Mal de Baudelaire, pues según el mito, los asfódelos son las flores crecidas en el inframundo, el hades griego o el infierno cristiano. Estos cuentos exploran aspectos de la estética de la violencia en un contexto marginal, macabro e incluso criminal.
En sus memorias, tituladas justamente La epidemia Baudeleriana, José Juan Tablada dedica algunas notas a Couto Castillo y a otros poetas y escritores de la época con finales también trágicos. Escritas a sus casi 70 años, hay en estas memorias de Tablada cierto tono moralista propio de su contradictorio conservadurismo político (fue funcionario del gobierno de Huerta y se recuerdan sus amargas quejas cuando las tropas zapatistas entraron a la Ciudad de México y arruinaron el jardín japonés de su casa de Coyoacán), y dan muestra de un distanciamiento un poco intolerante, lo que resulta por demás curioso en el autor del célebre y sacrílego poema Misa Negra.
Para Tablada, el conflicto de estos jóvenes radicó en haber trasladado su actitud estética a la propia vida íntima. Por ello los juzga como víctimas de los “paraísos artificiales” propuestos en las oscuras literaturas de Baudelaire, Musset, Laforgue o Huysmans, y para nada los relaciona con el contexto del país en ese momento —un porfiriato afrancesado y aspiracionista en los cultural y social, pero bien atado a los capitales ingleses y estadounidenses en lo económico— ni con la actitud vital y desafiante asumida por esta panda de artistas ante la sociedad. Una actitud contestataria sustentada en un impulso de libertad en el arte, abandono de las fórmulas enseñadas, tendencia hacia lo genuinamente nuevo y lo extraño, incluso lo raro, además del idealismo, el anti-naturalismo y un desacuerdo general con el statu quo cultural y artístico.
No obstante, algo como una discreta admiración hacia estos solitarios se lee también entrelíneas en las memorias de este Tablada ya mayor y por lo mismo algo sabio, cuando explica y disculpa los defectos de estos bohemios por un exceso de cualidades positivas: “…un formidable ímpetu vital y un amor frenético por el arte, aquella juventud era sabia, entusiasta, cultísima y leía todo…”, escribió Tablada.
Por influencias familiares —su abuelo y su padre fueron políticos y funcionarios—, Bernardo pasó de niño una larga temporada en Europa (estudió en Francia y vivió en Holanda y Alemania) y, al parecer, jamás pudo sobreponerse ni adaptarse a la vida mexicana a su regreso. Escribe González Rodríguez: “Envuelto en la nostalgia, combatirá la hostilidad circundante con las armas de su apostura silenciosa, elegante, rubicunda, un poco tristona, tal como lo pintó Julio Ruelas con el fondo de una muerte al acecho y la untuosa veleidad de un gato negro en el regazo… se extraviaba en las peores cantinas y los mejores prostíbulos”.
También hay una rápida, casi risueña descripción de Bernardo trazada por Rubén M. Campos, quien resalta la personalidad sombría del jovencísimo poeta: “¿Quién iba a pensar en que aquél adolescente era un maestro en la pesadumbre del vivir. Pintorescamente vestido con su americana abotonada hasta el cuello, el chambergo de pelo y la corbata florida de seda negra, pulcro y negligente en su indumentaria de artista, no quedó de él otra imagen que la del esplendor de su juventud malograda”.
En 1901, la pulmonía y la madrugada lo matan o lo suicidan, los chismes llegan al venenoso para ubicar su partida final en un hotel o prostíbulo llamado paradójicamente La Puerta Falsa, y se rumora incluso de su encierro previo en un manicomio durante algunos meses. El halo de misterio y leyenda perfuman la tragedia teatral de su solitario fin. Acaso, como insistía José Emilio Pacheco, los bohemios querían escapar, huir, pero “¿hacia dónde escapar de la máquina, la chimenea de las fábricas, los barrios de miseria, las tiendas departamentales? A cualquier lugar fuera de este mundo…”.
Alejandro De la Garza
Alejandro de la Garza.
Periodista cultural, crítico literario y escritor. Autor del libro Espejo de agua. Ensayos de literatura mexicana (Cal y Arena, 2011). Desde los años ochenta ha escrito ensayos de crítica literaria y cultural en revistas (La Cultura en México, Nexos, Replicante) y en los suplementos culturales de los principales diarios (La Jornada, El Nacional, El Universal, Milenio, La Razón). En el suplemento El Cultural de La Razón publicó durante seis años la columna semanal de crítica cultural “El sino del escorpión”. A partir de mayo de 2021 esta columna es publicada por Sinembargo.mx