Transitamos sobre calles cacarizas. La colonia donde vivía hace algunos años padecía de baches, ranuras, grietas y un par de pequeños socavones. Para que los automovilistas distraídos no cayeran en ellos, algún vecino clavó un palo al que le ató una llanta vieja hasta arriba. Se veía desde lejos. Estuvo tanto tiempo ahí que, cuando íbamos a comprar algo, decíamos que iríamos a la “tienda de la llanta”.
Un día llegó, por fin, el escuadrón encargado de componer las calles. Iniciaron en la que estaba atrás de donde vivíamos. ¿Cómo olvidar la fragancia del chapopote fresco colándose por la ventana o el ruido de los trabajos iniciados, casi siempre, durante la noche? Es el precio del mejoramiento urbano, argumenté para evitar que la queja de algún vecino detuviera las reparaciones.
Un día, rumbo a la tienda, me detuve sobre la banqueta. La labor tenía algo de fascinante. Tras haber ranurado la calle, echaban asfalto caliente sobre la misma. A paladas para luego esparcir el material con rastrillos. Los vapores emanados casi destrozan mi olfato. Más adelante, donde el asfalto ya estaba listo para ser aplanado, un trabajador con gruesos guantes acomodaba piedrecillas de colores en la frontera con la banqueta. Supuse que era para indicar algo pero, incapaz de comprenderlo, se lo pregunté.
“Es para que se vea más bonito”, respondió.
Sonreí antes de que el ruido de la aplanadora me ahuyentara por completo. Al menos, alguien tenía una clara intención estética. Ojalá siempre hubiera quien, en pos de la belleza, buscara mejorar su trabajo. Me hice muchas preguntas sobre el origen de las piedritas en cuestión, si las compraba o las conseguía tiradas por ahí; deseé que sus compañeros no se burlaran de él ni lo calificaran de alguna forma simpática o despectiva; me prometí fijarme, cada tanto, en las orillas de la acera para intentar descubrir alguna de esas señales embellecedoras.
Lo olvidé pronto. De entrada, porque cuando la maquinaría aún estaba en la colonia, una o dos cuadras más lejos, el socavón de costumbre ya se había abierto de nuevo. También ostentaba su estandarte, pues el vecino altruista lo insertó de nuevo. Por más cirugías estéticas que se le hagan a estas calles hay cicatrices que no se pueden eliminar, y ese socavón era una de ellas.
Esta semana me tocó ver a otra cuadrilla encargada de reparaciones pavimentarias mientras regresaba de la escuela de los niños. Como me detuve en el alto y uno suele enojarse porque al tráfico habitual (que es responsabilidad de cada vehículo) se sumaba el carril utilizado por los camiones y la maquinaria, me fijé con atención. Y ahí estaba él, acomodando piedritas cada tanto. No llevaba el uniforme del gobierno de la ciudad pero quiero suponer que era más por descuido que porque ya no trabajara para ellos.
Supe o supuse, como sé o supongo, que la reparación será insuficiente. Gozaremos algunos días de la lisura de las calles pero pronto volverán los baches y las cicatrices. Alguna vez alguien me explicó que eso se debe al uso del asfalto en lugar del cemento hidráulico, que es mucho más caro. Puede ser. De nuevo, pese a la calle cacariza volveré a poner atención en la frontera entre la parte asfaltada y su banqueta. Quién sabe, en una de ésas, toparme con una piedrita de color, aplanada en medio del pavimento, reduce algo de la neurosis propia de los automovilistas: si bien nuestras calles siguen cacarizas, alguien se ocupa de maquillarlas cada tanto.
Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.