Le preguntó Carmen Aristegui a Denise Dresser cómo se podría “recomponer un espacio medianamente civilizado para discutir, frente a esta degradación que hemos vivido”. “Una solución” –contesta Dresser–“tendría que ser el fin de la mañanera. Porque me parece que la mañanera y no niego que México tenía clivajes y brechas preexistentes, sociales, culturales, de raza, de clase, pero la mañanera se ha encargado de atizar esos agravios y también de crear enemigos a conveniencia”.
Para Dresser, las conferencias matutinas del Presidente son esa plataforma donde “se crean a diario (…) enemigos existenciales (…) y esta división de México en bandos puros e impuros hace muy difícil mantener incluso la conversación con quienes antes eran aliados o interlocutores o compañeros de luchas cívicas”.
Le sigue a estas declaraciones un largo lamento acerca de los amigos perdidos, de gente con la que ya no se conversa porque las diferencias ideológicas resultaron más fuertes que los lazos de amistad. Y así expresa Dresser su deseo de recuperarlos: “Ojalá nos reencontremos en un México compartido, donde haya cabida para todos y no solo para los seducidos”.
La etimología de “seducir” es reveladora: como otros verbos terminados en -ducir, (conducir, producir), tiene en su raíz el verbo ducere, “guiar”, pero precedido de un prefijo que indica separación. Así, “seducir” es “llevar aparte”, guiar a alguien a donde le conviene al seductor y lejos de la voluntad del seducido. Al invocar ese término, Dresser revela lo que piensa acerca de quienes no piensan como ella: no son gente con convicciones propias, sino que son llevados a un lado con engaños, manipulados. Entre ellos están algunos de esos amigos que dice querer recuperar. Después de calificar de ese modo sus convicciones, le deseamos suerte con ese reencuentro.
La declaración de Dresser es sólo el más reciente, pero de ninguna manera el único ni el más sonoro de los reclamos que frecuentemente se vierten en contra las conferencias del Presidente. En diciembre pasado, Fabrizio Mejía publicó en este mismo portal un texto sobre los embates contra las mañaneras, que en ese tiempo directamente las responsabilizaban del atentado que sufrió Ciro Gómez Leyva. Una parte de la oposición culpaba al ejercicio matutino de instigar la violencia contra los periodistas. Más adelante se supo que quienes atentaron contra Gómez Leyva no eran, como pretendían hacer parecer, rabiosos seguidores del Presidente, sino sicarios pagados por alguna célula del narcotráfico.
Pero hay algo en lo que Dresser no está equivocada. A todos nos consta que el debate público ha cambiado ostensiblemente desde 2018 a la fecha. Pensemos, por ejemplo, en nuestras interacciones en redes sociales: antes intercambiábamos opiniones –y a veces hasta coincidíamos– con gente a la que hoy con trabajos soportamos leer. Algunos creíamos en la efectividad y la necesidad de “convencer”, especialmente durante aquella campaña presidencial en la que se jugaba todo. Y en esa labor de convencimiento, se apreciaba la coincidencia ideológica, así fuera velada, con personas de sectores sociales a quienes tradicionalmente se consideraba “voces autorizadas”: universitarios, académicos, periodistas, etc. Ahora, muchas de estas voces se quejan del creciente “sectarismo” y la cerrazón de una franja de participantes de la discusión pública que ya no tiene interés en escucharlos, ni mucho menos, en convencerlos o dejarse convencer por ellos.
A la nueva configuración de la conversación pública se le tilda comúnmente de “polarizada”, pero la verdad es que este término se usa para tantas cosas que no describe con claridad el ánimo político actual, y a veces incluso lo describe erróneamente. Por ejemplo, si por “polarización” entendemos que las posturas políticas más prominentes dividen a la población en dos partes iguales, esto definitivamente no es el caso en el panorama actual mexicano, en el que la aprobación del proyecto obradorista cuenta con una holgada mayoría. En muchos contextos se dice que el debate público está “polarizado” cuando en realidad sólo se quiere decir que está “crispado”.
Para examinar el estado del debate político actual, más que buscar adjetivos fáciles o culpables predecibles, sería deseable identificar qué es lo que ha cambiado. Me atrevo a proponer dos puntos: primero, que el debate público en México no está “en crisis”, ni “degradado”, ni estancado en posturas inamovibles, como señalan en esa entrevista Aristegui y Dresser. Y segundo, que lo que ha cambiado son dos cosas: cambiaron los interlocutores y cambiaron los objetivos de la conversación. En otras palabras, no es que ya no queramos discutir, es que ya no nos interesa discutir con los mismos. No es que ya no se hable con quien piensa distinto: es que la labor de convencer, que fue importante hace cinco años, dejó de serlo cuando la mayor parte del debate discurre entre convencidos de un proyecto que, en su interacción, se van dando cuenta de que no necesariamente piensan igual.
En los regímenes anteriores, el debate público era conducido por “expertos en política”, y se asumía que la discusión de los temas públicos, paradójicamente, era potestad de unos cuantos. El resto, las enormes mayorías, quedaban excluidas y se les negaba la capacidad de entender su propia realidad. Para ponderar sus decisiones –de las cuales la única relevante era el voto–, necesitaban la tutela de los intelectuales.
En lo que va de este Gobierno, la figura del experto en política se ha desvanecido casi completamente. En parte, es un efecto de la estrategia de comunicación del Presidente –cuyo pilar más fundamental es la conferencia matutina– y de sus efectos en el ecosistema mediático. El imaginario en el que era indispensable escuchar casi acríticamente a esos expertos ha sido remplazado por otro en el que la gente escucha directamente a los gobernantes y le ha sido devuelta su capacidad de hacerse de un criterio propio a partir de la comparación entre lo que escucha y lo que atestigua de primera mano. Algunos “expertos en política” de antaño se quejan de que la conversación pública está cerrada, pero en realidad sólo está cerrada para ellos en la medida en que la gente prefiere escuchar a alguien más.
Otra figura que hasta 2018 era importante y ha dejado de serlo es la del “aliado”: esa persona que simpatiza tangencialmente con una causa pero no milita en ella, o milita a conveniencia según le reditúe credibilidad el declararse adentro o permanecer al margen. Durante una campaña que requería ganarse por avalancha, la figura del aliado era crucial. Por eso gran parte de la conversación pública tenía por objetivo convencer: dar todas las buenas razones para que confiara el temeroso y se decidiera el indeciso. A cuatro años de gobierno, con la sucesión presidencial en la puerta y con un apoyo decididamente mayoritario, los “aliados” del obradorismo ya no son vistos como potenciales camaradas, sino como irremediables medias tintas. Ante la inminencia de la designación del candidato o candidata que muy probablemente ocupará el lugar de López Obrador, la tarea de “convertir” a quienes a estas alturas regatean la franqueza de su postura política ha pasado a un muy remoto último plano.
Con todo esto quiero decir que nuestra conversación pública no se ha desvirtuado: simplemente ha cambiado: se han ampliado los temas, se han incorporado nuevos actores, se ha centrado en otras coyunturas y se ha alimentado con las opiniones de más y más gente que cada vez se siente más confiada de externarlas. Esto no es negar que, al mismo tiempo –pero no necesariamente por la misma causa–, las redes sociales se han viciado con prácticas “poco diplomáticas” en las que la argumentación es sustituida con insultos, pero esas dinámicas surgirían sin importar si se habla de la reforma electoral, del rebozo que usó Tenoch Huerta o del último partido del América.
La emergencia de nuevos interlocutores y de diferentes objetivos trae también nuevos puntos de convergencia y de desacuerdo, y si los vemos con detenimiento no siempre encontraremos discusiones “polarizadas”, ni mucho menos podemos calificar toda la conversación pública como “no civilizada”. Por poner un ejemplo, las posturas alrededor de los posibles candidatos presidenciales de Morena parecen ya cerradas e inflexibles, pero cualquier conversación acerca de quién sería el candidato o candidata ideal para la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México invoca más razones y menos pasiones. En suma, la conversación tradicional entre “obradoristas” y “opositores” está visiblemente desgastada, pero no podemos decir lo mismo de los debates internos a cada uno de estos dos enormes flancos.
Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
Doctora en lingüística por la Universidad de Nueva York y profesora-investigadora en El Colegio de México. Se especializa en el estudio del significado en lenguas naturales como el español y el purépecha. Además de su investigación académica, ha publicado en diversos medios textos de divulgación y de opinión sobre lenguaje, ideología y política.