En los primeros años de su existencia niños y jóvenes reciben enseñanzas que los prepararán para orientar su actividad neuronal a la adopción de costumbres, hábitos de pensamiento y comportamiento que armonicen con las ideas dominantes; su sistema nervioso es formateado y entrenado subjetivamente para responder a las necesidades económicas y materiales del sistema; en el neoliberalismo, a ser productivos, consumidores compulsivos y útiles por su rendimiento.
De este proceso se encarga la educación; que como vimos más arriba, se adecúa a la época y al tipo de sujeto que el sistema demanda pues de esta manera se defiende así mismo y se reproduce, al mismo tiempo que asegura sus objetivos de dominación; el método tiene éxito ya que, de acuerdo a sus necesidades, condiciona a los sujetos a ser útiles sin reclamos ni rebeldías, pues la insumisión tiene un precio: la exclusión. Para la clase dominante, sólo aquellos sujetos que muestren conformidad con lo establecido y comparten con sus dominadores las mismas formas de pensar, conductas y comportamientos recibirán la recompensa correspondiente.
Se trata pues, durante el periodo escolar de internalizar, reproducir, automatizar y condicionar el comportamiento de los sujetos configurándolos según planes previamente calculados y adecuados a la preservación su poderío. Desde el surgimiento del modo de producción capitalista la educación dejó de apoyarse en la sabiduría para decantarse por la información y el conocimiento científico como componentes decisivos de su estrategia de dominio.
De ahí que el saber del capitalismo no refleja la vida, la verdadera vida, ésta comenzará cuando eliminemos de nuestra existencia la necesidad de más dinero, más poder y gusto por lo superfluo (decía el poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón: “Que nadie goce de lo superfluo, mientras alguien carezca de lo indispensable”). Es más, la prometida felicidad del capitalismo no se alcanza, como hacen creer a las masas trabajadoras, con mayor eficiencia y funcionalidad como la vía más segura para obtener mayores ingresos. Lo que el sistema quiere de cada individuo es que, sin hacerse preguntas, sacrifique su vida, su consciencia y sus potencialidades en la actividad creadora de riqueza en estado puro. Ante tal condición humana debiéramos entender que las promesas hechas por el sistema nunca podrán cumplirse, que sus promesas de felicidad son vanas y sólo prolongan indefinidamente los suplicios.
En consecuencia: ¿Cuál ha de ser el “para qué” de la educación conveniente para el pueblo? ¿Cómo desarticular el aparato educador del sistema? Volvamos a Kant y a la educación que se desarrolló a partir de la Ilustración: 1) Empezar por romper el espejo en que se mira actualmente el dominado, pues en él no se “ve a sí mismo”, lo que ahí se refleja es la imagen del dominador. 2) Kant, como creador del yo burgués y de la filosofía crítica, hizo posible la concepción del mundo en que descansa doctrinariamente el actual sistema educativo, que se caracteriza por estimular, como señalamos más arriba, la idea del “saber es poder”. Pero, ¿hasta qué punto estos saberes favorecen la vida y la conservan? Y, al mismo tiempo, ¿cómo desautorizar y superar las formas de educación que surgieron a partir del siglo XVII? ¿Cómo demostrar que hoy representan un obstáculo que es necesario superar porque han empobrecido el pensamiento y degenerado la vida en favor del capitalismo insensible ante la tragedia humana?
Estrictamente hablando, lo que para la burguesía constituye el ideal de la educación es sólo bueno para una clase (la capitalista) y esconde una profunda negación de la vitalidad humana. Lo que la sociedad de clases entiende por “bueno”, en realidad es malo al dañar la existencia de las mayorías. Nada bueno puede surgir de una racionalidad fundamentada en el deber, la obediencia y la moralidad que descansa en el imperativo categórico kantiano que llama a “obrar según aquella máxima por la cual puedas querer al mismo tiempo que se convierta en ley universal; que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como fin y nunca como medio”. Esto que parece el triunfo absoluto de la escuela teórica de filosofía fundada por el socratismo-platonismo en realidad es una trampa para bobos. No es otra cosa que el principio subjetivo de una voluntad que pretende convertirse en principio objetivo, pero que en los hechos está imposibilitada para operar como regla práctica valiosa que debe imponerse a todo ser racional; pues, en estricto, se trata de una ficción cerebral del capital para priorizar el deber de obedecer sin preguntar y producir.
Al margen de lo que digan filósofos como Kant, la inteligencia, el pensamiento, la razón y la consciencia son producto, en primera instancia, de la relación de los hombres con la naturaleza en su lucha por la sobrevivencia de la especie; fue la transformación de la naturaleza mediante la actividad práctica, reflexiva y pensante del homínido lo que dio lugar a la inteligencia humana y lo que nos abrió el mundo y la pasión por mejorar nuestras diferentes formas de vida, es decir, fueron la curiosidad, la creatividad y la imaginación humana la que hizo posible la cultura que nos transformó en sapiens (no como afirman Hegel y Engels que fue el trabajo el que transformó al animal en hombre); fueron simultáneamente la acción y capacidad de pensar lo que nos hizo racionales. Es más, la cultura y la civilización no son producto de la explotación o la guerra, fue y será resultado de la cooperación, la solidaridad y el comunitarismo que practicaron nuestros antepasados, no mero instinto de supervivencia.
¿Cómo educar pues? Federico Nietzsche propone un recurso invaluable para dotar al niño y al adolescente de herramientas para iniciar el proceso de autoformación que los conducirá a la autonomía, la independencia, al mismo tiempo que lo dotará de un espíritu libre. Dice el pensador alemán: “en el ámbito educativo corresponde al educador enseñar a ver, leer, escribir y pensar”.
El ver para Nietzsche no significa mirar algo en cualquier sentido, sino con inteligencia, es decir, mirar con atención, examinar, investigar, hacer lo necesario para enterarse con interés por algo, pues sólo de esta manera los ojos son capaces de ver la realidad y propiciar la reflexión visual que se da cuando la mirada se dirige a los hechos crudos y los experimenta como apertura a la verdad sin ocultamientos o, lo que es lo mismo, cuando no se mira de reojo; pues quien mira de reojo está semánticamente predispuesto a ver la apariencia de las cosas y, en consecuencia, a verlas parcialmente. Los ojos localizan la primera parte de nuestra estructura de pensar; a partir de ahí hay que enseñar al niño a leer, es decir, a no descifrar las líneas negras de la escritura, sino el mundo como es. El educador que necesitamos, en consecuencia, ha de ubicar el punto de inflexión entre el leer de la modernidad que inauguró la Ilustración y que se agota en los libros (decía Montaigne “no hagamos del niño un burro cargado de libros) y una revolucionaria nueva manera de hacerlo; en el primer caso se lee para aprender algo, en el segundo para convertirnos en alguien, acto que supone no condicionar el pensamiento infantil a llenarse la memoria de información, de lecturas inútiles y conceptos que no han sido tomados de la realidad externa, sino construidos ex profeso para ser recibidos pasivamente, aunque no correspondan a necesidades y circunstancias sociales reales. En última instancia, leer es para las personas ávidas del saber, el camino para la comprensión de su “estar en el mundo”, pero no es suficiente.
Además de aprender a ver, leer y escribir los maestros han de enseñar a sus alumnos a pensar bien. Se aprende a pensar “bien” cuando somos capaces de pensar por nosotros mismos; dado que pensar requiere de disponibilidad, inactividad y del reconocimiento de nuestra ignorancia, no a la manera socrática de saber que no se sabe nada, sino como dice Nietzsche: de elevar la ignorancia al núcleo de la vida y tener voluntad de ignorancia y aprenderla como condición para que lo vivo se conserve, crezca y se comprenda, algo que los seres humanos son capaces de hacer en cuanto animales racionales; sin embargo, ni siquiera esto es garantía de que somos capaces de hacerlo sin ser ejercitado “ex profeso”, para ser capaces de pensar se requiere “aprender a pensar” y aprendemos en la medida en que ajustamos el obrar con lo que pensamos y meditamos acerca de la realidad material y su inmanencia.
En relación a la escritura, escribir mal no puede ser una opción, hay que ser dignos de lo que comunicamos, y debiéramos intentar hacerlo de manera excelente, lo que implica descubrir muchas cosas, pero, fundamentalmente, comprometer nuestro ethos en la comunicación, en lo que decimos o escribimos y tener una idea exacta de aquello que se dice, es decir, a través de comprometernos con la verdad, sin retórica, demagogia o argumentos falaces. Para escribir bien, dice Nietzsche, hay que leer y pensar bien, si lo que queremos es ser dignos a la verdad que comunicamos. Hay que proponernos, además, encontrar la expresión propia, aprender a dirigirnos a los estados del alma de los lectores, saber transmitir emociones, dirigirse a los otros con espíritu alegre, lúcido, recto y demostrar que hemos superado las pasiones. Lo único vergonzoso al escribir es exhibir ignorancia en lo que decimos.
De la educación depende, en suma, el ser del género humano y su futuro; su armonía con la naturaleza, la posibilidad de cambiar las actuales circunstancias, así como aprender de la vida y apropiarse de todo lo que le ayude a vivir bien.
Si educamos para hacer de los niños y adolescentes personas dueñas de sí mismas, autónomas y de espíritu libre habremos contribuido en la fundición del “yelmo del insumiso”, con el que protegerá su cabeza (donde residen sus programas neuronales) y con ello evitará que su corazón se contagie tempranamente de pasiones tristes, como Benito Spinoza llamó con precisión al odio, el desdén, la aversión, el miedo, el horror, la sumisión, la envidia, la cólera, la venganza, la censura, la crueldad y el desprecio de sí mismo y del otro; nada de esto está en el corazón humano, todo es aprendido e inculcado por la cultura y la educación con la mediación de sacerdotes, los padres, los maestros y los amigos que inoculan creencias, dogmas, ideologías y convicciones, sentimientos que no se avienen al ser humano. Sólo una educación libre tiene afectos contrarios a los fines de esta forma de educación en su variante neoliberal. De ahí la tarea virtuosa que tiene sobre sus espaldas el genuino educador.
De ahí, por último, que nos preguntemos: ¿Quién educa? ¿A quién sirve el educador actual?, ¿al sistema o los intereses de las clases populares? En los hechos, el modo de producción capitalista se ha apoyado en educadores que pertenecen a los sectores medios de la sociedad (con la notable excepción en México de muchos profesores rurales y muy pocos del sector urbano) que, desde la Revolución Francesa, se han encargado del adiestramiento de sus pupilos a cambio de un modo de vida en la medianía. Lo que ha permitido a las élites controlar al sistema sin sobresaltos.
Actualmente la tarea del maestro es idiosincrática, instrumental, utilitaria y se ha valido de la retórica, lo que ha hecho de su tarea un obstáculo que ha frenado e impedido el ascenso de la sociedad civil; lo han logrado porque la clase media a la que pertenecen se caracteriza por una doble moral: una retórica de inclusión y una política de exclusión; con esta práctica han detenido el reloj revolucionario, pero, lo más peligroso, han imbuido en los grupos sociales que aspiran a convertirse en clase media en traidores a la voluntad de los pueblos de cambiar el mundo.
Melvin Cantarell Gamboa
Nació en Campeche, Campeche, en 1940. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es excatedrático universitario (Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Sinaloa). También es autor de dos textos sobre Ética. Es exdirector de Programas de Radio y TV. Actualmente radica en Mazatlán, Sinaloa.