
El carrusel va más rápido
y está al tope.
Desde muy temprano da vueltas
y lo que aparenta ser alegría
se convierte en densa angustia.
Aquí y allá lo sienten
y perplejos se miran
con el idioma hecho añicos;
fracturados en sus balbuceos.
Unos toman distancia,
otros se involucran más.
Y el carrusel no se detiene, crece en sus dimensiones.
Sin reparar,
se expande por doquier
no respeta edades, ni naturaleza alguna
gira y gira;
el aceleramiento es su condición
parece inagotable,
en su inalcanzable búsqueda;
vórtice de ansiedad
ignora su lúdico origen.
Desaparecen sus animales
perduran los maniquíes
imitan por igual a mujeres y hombres,
pretende ser capturada humanidad
en la velocidad de sus vueltas.
Sin embargo,
cuando nos detenemos
y podemos distanciarnos
unos pocos metros;
surge el sentimiento de una pérdida
que llevamos muy adentro.
Nos sabemos herederos
no solo de los tesoros de vida
que palpamos día a día,
sino también de una elección equivocada y profunda
que nos antecedió,
y de la cual somos por igual
sus víctimas y verdugos.
La cotidianidad nos envuelve y se desborda;
la asfixia mental se propaga,
sus escapes de ansiedad
alejan y bloquean la mirada interior.
Se eligió caminar en la soledad del ingenio,
con su astucia y ambición
dando la espalda al misterio
que nunca dejará de envolvernos.
Se pretendió ignorarlo
e incluso seducirlo
para convertirse
en un platillo más
del menú civilizatorio.
La fiesta permanente de los sentidos
arropados por el conocimiento
que busca acallar el asombro;
someterlo a la rutina
y transitar así a una apropiación del infinito
deletreado en el universo
codificado una y otra vez.
Capturarlo incisivamente,
exprimirlo en imágenes,
una tras otra,
esclavo ya
del reino del espectáculo:
¿para qué?
En diez segundos se condensan 10 décadas,
otro siglo encriptado,
zurcido en los pliegues de los cuerpos;
una saturación que alimenta la indiferencia.
Y si
se detuviera ese lápiz cósmico,
con sus fórmulas matemáticas
de grises minerales
apuntadas en la pizarra
de los cielos sin límites,
aparecería el compás de la compasión
que nos hermana
en nuestra innata condición.
Somos herederos de las aves y los venados
que habitan las montañas
donde la dentadura de las carreteras,
devela el manifiesto de los arboles:
la originaria nobleza de su savia,
esa tertulia incansable de sus hojas.
Tal vez habrá tiempo y lugar para otra historia
cuya prosa merodeé el canto, esa alegría metafísica,
donde se revela,
sin necesidad de apropiación alguna,
el genial destino que sigue estando aquí
a la luz del día y en la sensatez del reposo
de la oscuridad nocturna.
Bajarnos del carrusel
y de ser posible, tomar distancia
y caminar, caminar sin prisa alguna…
Alejarnos de los altavoces de la crueldad,
de sus propagadores,
ese circo del efímero poder:
actores que imantan legiones
cuyo fanatismo obstruye el porvenir
La función es otra y su horario no está en la cartelera.
Retirar el pensamiento de la indagación
contemplar,
confiar en la vastedad,
en su umbral…
