Tomando como un sí para acortar, la parte de que el arte imita a la vida, pegado a ella y poco a poco, iniciando con las revoluciones industriales, el nacimiento de la burguesía y el capitalismo, el arte fue adhiriéndose al mundo moderno, sumándose a la rapidez de sus tiempos y el mutismo de sus formas, todo su frenesí y paulatina putrefacción. Entre ese vértigo para la mitad del siglo pasado (ansiosa aquella civilización de suprimir cuanto antes los traumas de su Segunda Guerra), se daría nacimiento a una nueva forma de leer la vida igual de aterida, tumefacta, ansiosa por vivir. Dando la espalda rápidamente al pasado, las culturas más ágiles, ávidas, las que pudieron hacerlo claro queda, inventaron un entorno más soberano: el juego, la ficción, la horizontalidad como fuga al incipiente tiempo de la flecha y ahí el cine, la televisión, la fotografía, un pop, que a través de los medios de comunicación audiovisual e impresa comenzarían a fincar un gran imperio con base en la imagen.
En el campo de la fotografía, abiertas ya las sensibilidades al futuro y existiendo principalmente en América una sociedad con el tiempo, el dinero y el esfuerzo para adentrarse en el lujo de la moda (sociedad que sigue confiando en que el sueño americano es one size fits all), los cambios se tradujeron en un nacimiento por demás interesante: la fashion photography. Y lo que fuera en aquel entonces tildado por los artistas puros como un desdoblamiento bastardo, tendiente a la frivolidad, pronto comenzó a consolidarse, filtrarse, dejarse llevar como un estilo de vida. Con la aparición de la revista Vogue en 1892, y poco después de Harper’s Baazar, que dieron origen a la contratación de fotógrafos que registraran por primera vez el trabajo de “modelos vivas” arropadas de alta costura, el fotógrafo de oficio pudo ampliar su espectro de actividades, dejar el artesanado del retrato o el paisaje, y comenzar así su carrera como celebridad mediática. Entonces la fotografía de moda dejaría pronto de ser un mero registro de las vestimentas de autor y comenzaría a ser el mercado mundial y multimillonario que conocemos hoy, a decretar los paradigmas de lo deseable.
Entrada la década de los cuarenta, en el epicentro de aquel nuevo mundo, Estados Unidos, comenzaría a divulgarse el trabajo de dos de los más importantes fotógrafos del arte occidental del siglo XX: Irving Penn (1917-2009), Helmut Newton (1920-2004), y Richard Avedon (1923-2004).
Fraguadas sus lentes no únicamente bajo el mismo momento histórico sino el mismo entorno inmediato, resulta en ocasiones difícil separar sus vidas y sus obras. Aunque seis años mayor Penn, sería por lo menos inexacto atribuirle a él únicamente el desarrollo de la fotografía de moda ya que ambos, al inicio de su carrera, de alguna forma, serían marcados por el mismo destino: no sólo compartieron editores o mentores en las figuras de Alex Brodovitch y Alexander Lieberman, sino que zarparon del mismo punto desde la misma Vogue.
Irving Penn se reconoce como un fotógrafo de la simpleza, que tiene como base al estudio limpio,sin stage props u objetos de ilustración, apoyado como marca registrada por telones de fondo blancos, inmaculados (su estudio era denominado The hospital por sus colegas), en donde, gracias a las distintas graduaciones de luz, cada momento atrapado se convierte en una revelación única. En aquel hábitat controlado, es el fondo o segundo plano de Penn el que hace de anzuelo debido una triple función: por un lado, anuncia un esquematismo separado de la realidad, subraya al modelo para hacerlo tomar la posición de centro —hace un pointing sobre él sujeto enunciado—, y de manera especial delinea las ropas del también llamado sitter. Por otra parte, a Richard Avedon, quien trabajó también para Harper’s Bazaar (1945-1965) y el semanario The New Yorker (1992-1996), se le distingue quizá una vitalidad mayor, la ruptura de la fotografía de estudio al llevar a sus modelos a la calle (Dovima with elephants, 1955). A diferencia de Penn sus fondos son grises e imperfectos. Más tirado a la exitación cotidiana, anclado a referentes más actuales, Avedon es el fotógrafo que entrega a su espectador, en palabras de Roland Barthes (Photo, 1977), siete importantes regalos: “la verdad, el carácter, la personalidad, el erotismo, la muerte, el pasado y lo inagotable”.
Pero aún así, de nuevo, las conjunciones. Cuando las fuentes circunscriben a Penn como un fotógrafo de estudio, el artista nos sorprende con un espíritu ciertamente exterior gracias a sus estupendas series de Marruecos (Three Rissani women with bread, 1971), Nueva Guinea (Man with pink face, 1970), así como los exteriores en distintas zonas de Nueva York y Lousiana. Lo mismo sucede con Avedon: el fotógrafo que fuera valorado como pionero del estilo documental, el creador de series fotográficas con narración propia —retrató en ese tenor a varios trabajadores de la industria petrolera, a los habitantes del oeste americano—, nos entrega con maestría una magnifica y abundante serie de retratos, tan cuidados como los de su coetáneo.
Por si fuera poco, habría que decir que ninguno de los dos se limitó al trabajo de encargo (al adevertising comercial o de cat walks o pasarelas), sino que ejecutaron a la par su quehacer más íntimo. En el caso de Penn, el cuerpo de su obra “de arte” es considerable: la serie de Earthly Bodies (1949-50), con modelos en sobrepeso y desnudas; sus célebres “naturalezas vivas” o still life, con frutas, cráneos, materiales de construcción y objetos diversos, hasta llegar a la reciente entrega de Street findings (1999), que al registrar los “objetos encontrados” en la calle como cigarros, distintos tipos de basura y demás detritus revela una nueva voz del autor. Por el lado de Avedon, su obra más íntima no puede dejar de ser la titulada Jacob Israel Avedon (1974), que reúne fotografías de su padre en agonía, In the american west (1979-1984); así como sus documentos fotográficos Civil rights movement in the south (1963) y Anti-war movement across America (1969).
Y es que, según lo constatan sus premios y exposiciones (comparten todos los galardones posibles en fotografía y exposiciones en los mejores museos del mundo), lejos de cualquier diferenciación, convendría aseverar que son ambos, junto con Helmut Newton (el mismo Penn apuntó hacia Newton como el continuador de lo que llamó la era Penn-Avedon), los más importantes fotógrafos de moda en la historia, y quizá de los dos más grandes retratistas del siglo XX. Y como muestra, si es que los siguientes nombres de retratados pueda decir algo— la siguiente lista. Por parte de Irving Penn: Peter Brook, Pablo Picasso, Richard Burton, W.H. Auden, Alfred Hitchcock, Arthur Rubinstein, Richard Avedon, Tennessee Williams, Joan Miro, Jean Cocteau, Miles Davis, Marcel Duchamp e Isabela Rossellini entre muchos más. Por parte de Richard Avedon: Michael Moore, Bob Dylan, Jhon Lennon, Paul McArtney, Rudolph Nureyev, Truman Capote, Henry Miller, Jackie Kennedy, Marylin Monroe, Ezra Pound, Sophia Loren, Jean Renoir, Louis Amstrong, Elton John, Jasper Johns, Andy Warhol, Willem de Kooning, Igor Stravinsky, Henry Kissinger, Samuel Beckett y Buster Keaton entre otros. Por su parte, la carrera de Newton gira desde su propia energía observando un sujeto erotizado.
En cuanto a sus posibilidades miméticas para “decir” el mundo, diferencia original que guarda con la pintura, la fotografía apareció entre nosotros para no perder la forma. En relación a su aspecto mecánico, una vez presionado el obturador de la máquina ( puesto a funcionar así su mecanismo de captación, reflexión y registro de eso áureo que llamamos luz), no existirá diferencia alguna entre los objetos o sujetos de la realidad concreta que sirvieron como modelos, y aquellos (por qué no también espíritus), que aparecerán estampados en el papel fotográfico, salvo que estos últimos, iluminados sobre el papel, se habrán convertido en elementos fundacionales de un objeto artístico, de un producto portador de sentido para el goce estético.
A partir de este proceso de extrañamiento de su familiaridad, dejando de lado por un momento el genio del artista, la fotografía se finca como el arte clave del apego con la realidad: ese que aparece en el carnet de identidad, efectivamente, es uno mismo, y de ninguna manera algo parecido o sustituto, tal como si se tratara de una experiencia mágica. Entonces la fotografía no tuvo competencia: se volvió una realidad portátil, un esquematismo que se confunde con la realidad que le dio nacimiento, el testimonio, la comprobación, el símbolo y el fetiche por antonomasia: fija o en movimiento, la fotografía ha conformado la imagen que tenemos de nosotros mismos y estará, por siempre, arracimada en cualquier forma de abstracción que las civilizaciones se estructuren sobre del mundo.
Ahora bien, entre el vasto universo de la imagen, que tiene por extremos desde la fotografía microscópica hasta la negrura desconocida del cosmos, uno de los géneros más fascinantes ha apuntado sobre una materia misteriosa: el cuerpo. La fotografía del cuerpo se ha situado como un centro justo para la admiración de nuestro ser humano, un espacio sin parangón para decretarnos: desnudo como una totalidad o dividido en sus partes, el rostro y su gesto, se han convertido en el centro de expresión de un ingente número de creadores a lo largo de la historia, en un género como surtidor inagotable para dar cuenta del movimiento que ha sufrido la cultura universal. Uno de los ejemplos contemporáneos de tal registro del cuerpo en interrelación con el concepto de modernidad (entre tantos otros como Ray, Maplethorpe, Cooper, Witkin, Toscani o cualquiera más), se encuentra en el trabajo de Helmut Newton.
No queda duda que, a partir de la provocación y el desarrollo mediático levantado sobre ésta, Newton vertebró su imperio imaginativo para apropiarse rápidamente de la atención pública: a través del cuerpo de la mujer contemporánea, presentada en su entorno metropolitano y abierta al mundo con la fuerza concentrada de su postergada emancipación, Newton logró embonarse a un sentimiento de libertad femenina enclaustrada en la realidad occidental. La idea de lo femenino cabalgó entonces hacia el otro extremo a partir de escenas de voltaje elevado muy lejanas a la censura del cuerpo. Durante cerca de tres décadas y sin titubeos, Newton no cesó en su proyección erótica: mujeres insinuantes, desnudas en escenarios colectivos, en flagrante ansiedad sexual, a caballo entre el deseo y la culminación del mismo: la mujer incluso como emblema-resolución de las pulsiones más excéntricas.
Consciente de cierta estrategia de seducción, con una seducción que fue maestría inigualable, Newton supo, entre escotes y gestos, poses e insinuaciones (aderezado todo por un estudiado entorno flamantemente burgués: albercas, bares, cuartos de hotel, autos, avenidas, salones de juego), dosificar la entrega de sus modelos, de su sentido primordial: abiertas de piernas, en estado de gracia por la energía de su cuerpo, las mujeres vislumbradas a través de sus lentes han escalado, siempre con sutileza y clase, por la ansiedad de sus espectadores a lo largo del tiempo. Ver las fotografías de Newton, por lo arriba mencionado, no es otra cosa que atreverse a sentir la cercanía de los cuerpos en cuadro, dejarse llevar por la inmanencia de su tensión sexual.
Biográficamente atractiva, la vida de Newton puede describirse como una eterna itinerancia, una persecución de entornos e idiosincrasias. Para 1938, a los dieciocho años, tuvo que abandonar Berlín su ciudad natal debido a la persecución Nazi, dando así el primer paso de lo que sería un largo peregrinaje: residiría posteriormente en Singapur y Australia, país del que obtuvo su ciudadanía, viviría parcialmente en Nueva York, y se trasladaría finalmente a Francia para vivir en el barrio de Montecarlo en Mónaco alrededor de 25 años. Aunque fue por los años sesenta que sus primeros trabajos fueron difundidos, no sería hasta finales de la siguiente década que su fama lo llevaría a figurar recurrentemente en las páginas centrales de diversas revistas tanto europeas como norteamericanas (Vogue, Elle, Marie Claire, Playboy, Life), lo que le brindaría una proyección mayúscula.
Antes de su fallecimiento, Newton tuvo la oportunidad de conglomerar su trabajo vitalicio en tres grandes acontecimientos. Por un lado, dentro del mundo del libro y apoyado fuertemente por su casa editora, Newton pudo presentar al mundo su libro SUMO, un título ciertamente fuera de lo normal: haciendo justicia a su nombre, se trata de un libro descomunal de cerca de 500 páginas con treinta kilos de peso (por lo que requirió de un diseño especial a cargo del diseñador Philip Stark), que presentaría sus mejores fotografías a decir de la curaduría de su pareja June Newton. El tiraje de SUMO (que por lo demás para su editor Benedict Taschen “constituye la más grande y costosa producción editorial del siglo pasado”), fue de diez mil ejemplares numerados y firmados por el artista, y requirió del trabajo de 50 personas a lo largo de tres años para ver su nacimiento. Y, además, seguramente más caro para su inclusión dentro del arte europeo, Newton firmó poco tiempo en verdad antes de partir, un contrato para la donación de cerca de un millar de fotografías a la ciudad de Berlín, y pudo ser testigo, en Dusseldorf, de la exposición Helmut Newton-Work, la muestra retrospectiva más grande que ha existido de su obra. Tres fotógrafos y una cápsula misma de historia para observarnos tiempo ha.
Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.